El mundo, Colombia incluida, está en la mitad de un cambio profundo – de civilización dicen algunos, de paradigma afirman otros -, cuando todavía es difícil prever el resultado final; como en la ruleta, “la bola está rodando” y todavía se admiten apuestas. Este 2017 apunta a que puede ser crítico para al menos vislumbrar, en medio de grandes incertidumbres, el futuro que nos espera, para cuya definición y conformación es el momento de meter baza.
Mañana se posesiona Donald Trump como Presidente de USA, un hecho político de entraña populista producto del enorme desgaste de una globalización convertida en un carro sin frenos, como lo reconoce el club mundial de empresarios que se reúne anualmente en Davos; lo conduce un capitalismo financiero que, cegado por un afán de lucro antisocial y suicida, es el principal responsable de la actual situación de la economía mundial, cada vez más inviable e inestable, por cortoplacista, miope e injusta – ¡que solo ocho personas tengan una riqueza igual a la de la mitad de los ciudadanos del mundo, clama no solo al cielo sino a la más elemental lógica y sentido político y económico¡ -. Un Trump proteccionista que busca que Norte América se dedique a lo suyo y abandone su ya debilitado liderazgo mundial fundamentado en la ideología o ilusión wilsoniana, de un liberalismo autoritario que ha pretendido imponerle al mundo su visión anglosajona de la democracia y de la economía de mercado, mientras funge de defensor del mundo libre, convertido en policía del mundo.
En Colombia las aguas también están movidas e inciertas. Además de la crisis mundial en la cual está inmersa, tiene el gran desafío de dejar atrás años de sin razón, violencia y destrucción, que no se termina con la firma de unos acuerdos que, “el día después” plantea su ejecución. Lo que al respecto se ve venir no es esperanzador por la enorme improvisación en que se mueve – la instalación de los campamentos es un ejemplo sencillamente delirante -. No se han definido y menos aportado los recursos para hacer la gran transformación que el país reclama y que sería el legado de la negociación. Ni la reciente reforma tributaria ni el plan de desarrollo ni las reformas institucionales realizadas. Como pinta la situación, Santos y las FARC se saldrán con las suyas, mientras que el país quedara expectante y frustrado.
Sigue vivo y rozagante el cáncer de nuestra sociedad, el narcotráfico, del cual mucho conoce y se ha lucrado la guerrilla y que en las negociaciones fue tímidamente abordado, “con la punta del capote” como se dice en el argot taurino. Ojalá el señor Fiscal recuerde que firmado el Acuerdo, toda actividad de la guerrilla en ese campo, es simple y llanamente de narcotráfico criminal y como tal debe enfrentarse; ya no se puede justificar a partir de su necesidad para financiar una guerra subversiva, que llegó a su fin. Llegó el momento no para quedarnos fijados en el pasado de esa guerra sino para mirar hacia el futuro, como lo planteó recientemente William Ospina, y empezar por construir una agenda nacional más comprensiva de lo fundamental que permita asumir la construcción de la paz como una tarea de transformación nacional que, como la corrupción, no debe abordarse con medidas puntuales que atienden síntomas y no causas, al liberarse el escenario político del monopolio que de él tuvo el conflicto.
El principal resultado de la negociación será desatascar el proceso político al liberarlo del síndrome de la guerra. Es lo que viene proponiendo el senador Robledo. Es lo que respecto al tema crítico de la corrupción plantean las voces independientes de Robledo, Sergio Fajardo, Antonio Navarro y Claudia López. Se trata de una primera y esperanzadora señal de que es posible una política libre de la sombra de las FARC y de un nefasto subproducto suyo, el conflicto entre santismo (“los amigos de la paz”) y uribismo. Solo por esa vía Colombia podrá contar con políticas y decisiones concretas y efectivas, no con simples discursos sobre la paz.