¿Adiós a los derechos humanos?

Rodolfo Arango
09 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

El 30 de diciembre, un columnista de la BBC en Ginebra se preguntaba si el mundo se encamina hacia una era donde los derechos humanos sean algo del pasado.

(Ver columna). Su preocupación la sustentaba en que la prohibición de la tortura o el derecho de asilo eran abiertamente desconocidos por líderes y prácticas en todo el mundo. El electo presidente Donald Trump ha afirmado que la tortura funciona, mientras que varios países europeos niegan el asilo a personas perseguidas que arriban a su territorio. Incluso se autorizan bombardeos, por ejemplo en Siria o Yemen, a sabiendas de que morirán civiles inocentes, todo bajo el argumento de daños colaterales inevitables para asegurar fines superiores imperiosos.

Hace más de 25 años Richard Rorty había hecho la misma pregunta. Con la lucidez que lo caracterizaba alertó que los derechos humanos podrían desaparecer tal y como habían aparecido en la historia. Esto porque son un hecho cultural que, de no ser protegido y fomentado, puede extinguirse ante la vigencia de otros hechos opuestos. Nada diferente a nuestra voluntad colectiva y la firme acción consecuente de garantizarlos y promoverlos puede asegurar su vigencia en el mundo. Pero el masivo desconocimiento de los mismos genera dudas sobre las posibilidades reales de su realización.

Poca utilidad tiene discutir sobre el fundamento de los derechos humanos. Norberto Bobbio insistía en la conveniencia de preocuparnos no tanto por su justificación sino por su realización en la práctica. Eso presupone que la vigencia de los derechos humanos requiere una extendida cultura política, difundida y ejercida a lo largo y ancho del mundo. Más que la discusión sobre si los derechos humanos son conferidos por Dios o creados por los propios seres humanos, importa su institucionalización efectiva en las más diversas sociedades. El derecho, especialmente en sus ámbitos constitucional e internacional, es un medio necesario, aunque no suficiente, para afianzar este objetivo. Sin respeto al orden jurídico tampoco es posible la vigencia de los derechos humanos.

Cual si se tratara de una planta, si no cultivamos los derechos humanos, pronto se marchitarán y serán tragados por la orgía de violencia y terror. Su negación, encubierta o palmaria, va en aumento en épocas de creciente inseguridad. Dado que están hechos de “un material muy etéreo”, dice Ernesto Tugendhat, requieren su determinación normativa, ejecución administrativa y protección judicial en casos de amenaza o vulneración. Los límites al poder político que representan los derechos humanos deben ser infranqueables si queremos conservar la distinción entre razones de moralidad y razones de conveniencia. Esta distinción impide instrumentalizar al otro, cosificar la vida y degradar el valor de la existencia.

Es necesario redoblar esfuerzos para fortalecer los siempre insuficientes avances civilizatorios de la humanidad. El vértigo, la náusea, el vacío que genera la sociedad sin derechos humanos debe ser un incentivo para la más decidida concreción de estos en la práctica. La repulsión que genera un mundo deformado por el dolor, el sufrimiento y la muerte es el mayor acicate para impedir que se torne realidad la amenaza aquí denunciada, hoy más real que nunca. Así sea frágil y todavía precario, el cultivo de los derechos humanos representa un dique por ahora insustituible al autoritarismo, la arbitrariedad y la barbarie.

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