Adiós Miami

Enrique Aparicio
31 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

La llegada a la pequeña isla siempre era agradable.

Después de un largo trayecto desde Europa, la vieja sabia me estaba esperando en su pequeño apartamento con pocas pretensiones, pero eso sí completo, con lo necesario. Era gringa con su corazón en Colombia. Fueron muchos los años que vivió en Bogotá aunque el clima nunca le fue propicio para sus pulmones que un día dejarían de suminístrale el aire para vivir.

Key Biscayne era un rinconcito en ese Mar Caribe, con sus noches llenas de estrellas y sus atardeceres color naranja; sin faltar las despertadas del sol que parecía salir del mar como si cada día se cumpliera un milagro que no dejaba de maravillar a quien lo viviera.

Unos pocos restaurantes. Todo el mundo se conocía. Recuerdo el Bar de la Arena atendido a regañadientes por unas meseras ya en edad de jubilación. Con una comida sencilla pero abundante. Localizado cerca al mar, lo que le daba armonía al escenario culinario de pargo rojo, cangrejo y langostinos. Y muy cerca un hotel con una bohío a 40 metros de la playa, completaban esta esquina tropical.

Al final de la isla (cayo, pues era muy pequeña) había un parque con una vegetación sui géneris: pinos australianos que daban un poco de sombra para los que nos aventurábamos a hacer ejercicio en las horas más caldas del día. Un lugar selvático, que le daba cierto aspecto romántico y de aventura al bosque.

Sin saber cómo nos fuimos dando cuenta que ese pequeño rincón caribeño había cambiado. Al principio con signos mínimos: un restaurante que nadie sabía por qué había aparecido allí. La construcción de un nuevo edificio, digamos discreto. Nunca pensamos que dentro de un tiempo relativamente corto las moles de cemento, los llamados condominios, con más piscinas y canchas de tenis que los necesarios, serían el nuevo panorama. Abarrotados de centros para sacar musculito aquí y allá y las mujeres estiramiento y firmeza de todo: las tetas, las nalgas.

Por las mañanas, especialmente las mujeres que buscaban quemar grasa, caminaban como si tuvieran un afán enorme de ir a hacer pipí, disfrazadas con guantes, sombrero y camiseta hasta el cuello. Fue parte del cambio.

La farmacia legendaria donde se podían comprar remedios y darse un suculento desayuno tuvo que abdicar ante la nueva ola de competencia con gigantes que ofrecían lo inimaginable.

Porque el cayo, y en general Miami, se volvió el imán de latinos con plata. En la organización gringa las cosas funcionaban, la gente hacía cola ordenadamente, no se botaban papeles en la calle, el tráfico tenía sus reglas claras, los rateros estaban a raya, la justicia era efectiva, el secuestrable podía dejar que sus hijos jugaran con los amiguitos en la calle o en el parque, la esposa podía ir a los varios supermercados, llenarse de compras y hasta llevar a la muchacha que era la encargada de empujar el carrito (ridiculeces se ven en todas partes) sin miedo al raponazo. Había seguridad y limpieza en las calles sin andenes rotos.

Miami y la isla entraron en el punto de no retorno ante la nueva ola de “bienestar”. A los que les gustaba el golf, tenían un campo para practicar este hobby, donde por las mañanas ya tenían organizados sus combos de amigotes para salir a darle a una pelotica blanca con uno o varios palitos de hierro. Se convirtió en algo así como el paraíso en la tierra con club. Ya podían entender cómo era el cielo con handicap (registro que permite determinar la habilidad del jugador de golf) y todo.

Las multinacionales también vieron la oportunidad de instalar a sus ejecutivos encargados de la América Latina en el futuro centro de poder del dinero plástico.

Un suceso que nunca olvidaré fue el huracán Andrew, que coincidió con una llegada mía a visitar a la vieja sabia. Andrew destruyó parte de la Florida. En mi caso nos reunimos con algunos amigos y gente en ese momento cercana a mí. Era ya de noche. Nos instalamos frente a la televisión para dizque ver el huracán. Los noticieros anunciaron su trayecto: pasaría por Miami, precisamente por el lugar donde estábamos. A poco, la televisión se enmudeció, los teléfonos dejaron de funcionar, decidimos movernos de una pequeña salita a un sitio más encerrado.

El momento llegó y 260 kilómetros por hora de naturaleza molesta, Andrew, entró sin pedir permiso: ladrillo y piedra destruyeron todo un ventanal donde hacía dos minutos estábamos sentados. Sólo fue suerte. Nos pasamos al garaje y cerramos todas las puertas. Las mujeres con niños pequeños se metieron en el carro. Los que estábamos afuera empezamos a oír que la fuerza del viento trataba de hacer volar la puerta principal. Si la arrasaba el viento nos succionaría y hasta ahí llegaría el cuento. No rezo, entre otras porque no sé a quién. Pero en ese momento alguien sugirió un par de Ave Marías y procedí a unirme al coro. Habían anunciado que el ojo del huracán daría una sensación de calma chicha y era necesario permanecer en el refugio. Así fue. Al cabo de algunos minutos el viento de más de 200 kilómetros por hora comenzó de nuevo. Pero la puerta del garaje resistió y aquí estoy contando un cuento sucedido en 1992.

Miami continuó su evolución imparable, con subidas y bajadas. Mis visitas a la vieja sabia siguieron por varios años más, pero ya la isla no era la misma. Se llenó de gente y lo amable de Key Biscayne pasó a ser un sitio de combustión insaciable. Cuando la vieja sabia se fue para siempre, ni siquiera supe donde la enterraron, Miami perdió todo su encanto del pequeño sitio del Caribe donde se había instalado la paz y la informalidad.

Hace un tiempo corto pasé por esta ciudad y sin darme cuenta le dije adiós para siempre.

Ver YouTube


Que tenga un domingo amable.
 

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar