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Aquí está todo el mar

Eduardo Barajas Sandoval
06 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

Hay poetas que se mueren, en silencio, cuando creen que es tiempo de comenzar a disfrutar la eternidad que se ganaron con sus versos.

Hugo Gutiérrez Vega representaba a México en Grecia en la época ruidosa de la llegada del PASOK al gobierno, cuando la derecha peleaba, como gata patas arriba, para no perder los privilegios que tuvo desde la fundación de la nueva República. También cuando los más sabios, por encima de los partidos, advertían la catástrofe que llegaría más tarde, a raíz de la competencia populista que se desataría por ganar o mantener el poder a cambio del reparto indiscriminado de bienestar, por cuenta de un estado extenuado que casi nunca ha sido capaz de estar a la altura de la fuerza tremenda de la sociedad.

Una tarde, en medio de la fiesta interminable de unos amigos en la bahía de Theologos, con el extremo de la isla de Eubea al fondo, Hugo reconoció que la luz de esos parajes invita a poner el alma al sol. Tal vez por eso su período griego fue de lo más prolífico y resultó grabado en tres libros: “Los soles griegos”, “Cantos del despotado de Morea”, y “Una estación en Amorgós”. Para entonces el poeta mexicano ya era o había sido ensayista, traductor, dramaturgo, actor, rector de universidad, miembro activo y dirigente de la izquierda mexicana, o de lo que de ella quedara, columnista, viajero, cronista, gourmet, conversador incansable, maestro de buen ejemplo, lector sin límites, consejero, aventurero en la exploración del alma femenina, libertario, memorista y una especie de enciclopedia viviente que jamás falló.

En su cabeza se cruzaban las rutas de mar que unieron al mundo helénico con el español en el escenario convulsionado del Mediterráneo, en cuyas aguas las naciones europeas se disputaban el futuro con el Islam, sin dejar de competir a muerte entre ellas. Entonces se inventó todo tipo de puentes entre la Grecia del momento y esa versión avanzada de la hispanidad que puede representar América Latina. Cada semana daba conferencias en el centro dirigido por la española Naty Gálvez. En ocasiones actuaba al alimón en diálogos públicos con su colega peruano Edgardo de Habich y Palacio, representó a Bolívar silencioso en la tristeza de su derrota mientras su sirviente le hablaba, en una obra de teatro creada por Varvara Duka, inspirada en “El General en su laberinto”. Viajó como peregrino por toda Grecia y en uno de esos viajes fuimos a dar al Monasterio de Pantocrátoras en el Monte Athos, donde los monjes lo trataron con la veneración que acostumbran cuando descubren seres que pasan de los cien años de sabiduría, tomamos vino fresco con los novicios, cenamos en un balcón de miedo sobre el abismo con el Igúmeno, admiramos los tesoros vivos de la biblioteca y vimos luces inexplicables a media noche. También frecuentó peripatéticos, errabundos e ilusos ilustrados, y se reunió muchas veces con poetas griegos como Yánis Rístos y Klety Sotiriadou, traductora además de sus amigos Carlos Fuentes, Octavio Paz, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez.

Entre muchos otros, durante su tiempo en Grecia escribió tres poemas que dejó sembrados antes de irse a México a pasar sus dos últimas décadas dedicado a vivir la riqueza de la vida mexicana y a iluminarla, con la compañía dulce de su esposa y guardadora de secretos Lucinda y la vigilancia de los gatos que siempre lo rodeaban, en medio de la veneración general, desde la dirección de las páginas literarias del prestigioso periódico La Jornada. Ahora su espíritu, ya liberado de la trampa del tiempo, vuelve a Grecia a cosechar la madurez de su obra helénica, donde esos tres poemas se notan como árboles tranquilos en el mismo olivar de los de Cavafis, Sikelianós, Seferis, Rítsos y Elitis.

El primero, “Una higuera en Pendeli”, luego de recordar la admonición de Seferis según la cual “Ya es tiempo que digamos lo poco que tenemos que decir, pues mañana nuestra alma se hace a la vela”…descubre cómo los viejos se sientan bajo una higuera junto al Monasterio de la montaña de mármol de donde sacaron las piedras del Partenón, no para matar el tiempo sino para detenerlo. El segundo, como obra de prestidigitador que puede ver el mañana con los ojos cerrados, describe aquello que debemos estar listos a vivir el día que nos deje de importar el poder, nos demos cuenta de que nuestros escritos burocráticos quedan despintados en el río del olvido, sintamos que nuestros miedos son iguales a los de todos los demás, queramos pasar desapercibidos y prefiramos la vida de los pastores, que llevan sus cabras al monte para vivir con los ojos abiertos sin más ilusión que la de ver cada día la salida del sol.

El tercero, breve, total y verificable, fue escrito sobre un papel de bolsillo en el cabo de Sunio, junto al templo de Poseidón, en una de cuyas columnas Byron dejó como gamín el grafiti labrado de su firma. Mirando al mar denso y solemne que golpea el acantilado de la punta del Ática, Hugo escribió:

“Todo el mar, Aquí está todo el mar

Desde lo alto del templo presentimos

Que aquí está todo el mar”.

Nada más cierto y mejor para demostrar que, como él mismo decía, “el poeta no es ni mucho menos un místico o un ser especial, sino una persona que canta lo que a todos pertenece”. Algo que sentimos sus amigos, algunos de los cuales por coincidencia recordaban el poema al visitar justamente el Templo de Poseidón el día de su muerte. Quedamos con el recuerdo de su amor a Colombia y de su admiración sin reservas por nuestro cultivo del idioma, del cual casi no nos damos cuenta, como tuvo ocasión de reiterarlo en su visita de hace unos años a la Feria del Libro y a la Universidad del Rosario en Bogotá.

Que el gran poeta viva tranquilo su eternidad.

 

 

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