Avatares de la post-verdad y la mentira

Santiago Gamboa
26 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.

La firma del nuevo acuerdo, celebrada en Bogotá y con todos los protagonistas de negro (que es el color de la capital), me pareció más conveniente para este turbio país que la anterior, festiva y alegre, pero sin consciencia de lo que estaba por suceder.

Lo de Cartagena fue una explosión juvenil de alegría y de esperanza, pero no estábamos solos, lejos de eso. Y la verdad es que no lo quisimos ver o lo vimos, pero no podíamos creer en nada más allá de nuestra propia euforia. El país del Sí se llenó de felicidad, y no hay nada más peligroso que demostrar de forma pública eso tan sencillo que es estar feliz sin que otros se sientan agredidos. Quizás ofendidos también. Lo de Bogotá, en cambio, con sus vestidos negros, pareció más un acuerdo entre dos rudos adversarios que se dan la mano casi con miedo, pues ambos saben que allá afuera la noche está llena de monstruos. Una noche que promete ser larga y fría.

A partir de ahora las cosas están claras: Uribe falló en su intento por sabotear y entorpecer al máximo un proceso que nunca quiso, sobre todo para que Santos no llegara a Oslo con el texto firmado. Esto es prueba de hasta qué punto su desmesurado ego lo hace sufrir de esa monstruosa enfermedad nacional llamada envidia y que Aristóteles definió como la “tristeza ante el bien ajeno”. Supongo que ya habrá dado orden a sus filósofas con licencia para matar por Twitter, es decir la Cabal y la Valencia, para que desprestigien el Nobel de la Paz, tal vez haciendo creer a los suyos, a quienes todo les creen, que la Academia Sueca y el Comité Noruego son dos puestos de venta de chicharrón a la salida del estadio.

Pero hay otro motivo, más a largo plazo: si los del Centro Democrático llegaban a un acuerdo, ¿de qué iban a hablar entonces todo el año próximo y el 2018? ¿Sobre la base de qué harían su campaña presidencial? Si ellos aceptaban el acuerdo de paz le estarían transfiriendo su fuerza al Gobierno, algo que Uribe, viejo perro, no haría nunca. Y por eso siempre habría sacado de la manga otra petición hasta que le dijeran que no. Porque eso era lo que quería Uribe: que el Gobierno le dijera que no, a él y a todos los del No.

Porque ahora que la post-verdad se entronizó en el mundo como la nueva forma de hacer política, Uribe tiene mucho que ganar. Él es el precursor y uno de los creadores de ese curioso concepto: la política que se basa en mentiras, pero que son redimidas por el hecho de que una parte de la ciudadanía quiere escucharlas. Por eso la post-verdad no es 100% una mentira. Para esto se necesita lo que dice el filósofo Peter Sloterdijk, es decir un retroceso intelectual notable que permita que el ciudadano pase de ser un elector a un creyente. Porque a los seguidores, en el sentido religioso, no les incumbe la probable verdad de las enseñanzas de su gurú, sino el modo en que estas organizan y se acomodan en su mente, haciendo funcionar de un modo más enérgico su metabolismo político y haciéndole creer que participa en una gesta heroica, nacional, definitiva. Porque la política es también el arte de hacer que la vida cotidiana parezca excepcional, y es en esto, tal vez sólo en esto, donde tiene su parecido con la literatura.

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