Balance de un velorio

Pascual Gaviria
06 de diciembre de 2016 - 08:14 p. m.

Los entierros son casi siempre un rito social al que se asiste por obligación.

Nada del último adiós o el intento de una conexión final con un cuerpo ya rígido. Solo un gesto de consideración con los deudos, una respuesta al llamado a lista que hacen los curiosos y los maledicentes. Es tal vez el rito social al que se asiste con menos emoción y se participa de manera más fría. La muerte impone ciertos modales que solo algunos dolientes borrachos o algunos farsantes profesionales suelen romper. 

Pero otra cosa sucede cuando el muerto está teñido con algún color que simbolice enfrentamientos políticos o deportivos. En ese caso ya no valen las reservas de los familiares y amigos del difunto, y el silencioso cortejo puede convertirse en manifestación, batalla, misa campal o vuelta olímpica. En Medellín son famosos los entierros de los hinchas muertos en sus correrías de estadio en estadio. Se agitan las banderas desde los techos de los buses, se repiten los recorridos habituales hasta la cancha, se cantan todos los estribillos y las canciones a manera de marcha fúnebre, se hacen los brindis de rigor mortis y se echan los humos correspondientes. Al final no queda más que una algarabía y algunos insultos contra el hombre del palustre que termina por cerrar la ceremonia.

La muerte de los jugadores del Chapecoense y sus acompañantes logró que el rito algo bizarro que se repite cada tanto con hinchas jóvenes muertos en peleas o accidentes, fuera un evento en el que participaron miles de ciudadanos. Aquí no había culpa ni rabia. Era solo un sentimiento de dolor compartido, una necesidad de expresar solidaridad. Pocas veces se logra reunir tanta emoción sin llegar a la estridencia y las estampidas. Una energía colectiva empujó a la gente hasta las tribunas y los alrededores del estadio. No se trataba de un entierro. No había muerto un solo colombiano y casi nadie sabía siquiera los nombres de las víctimas. La gente fue a acompañar a los familiares de las víctimas y terminó encontrando una compañía para su propio dolor.

En la mesa de los mangos de una de las vendedoras habituales en las afueras del Atanasio se fue formando poco a poco un altar. No había virgen ni fotos del malogrado equipo finalista. La gente sintió que la mesa y el paraguas colorido que la cubría eran suficientes para comenzar el pequeño culto. La mesa de los mangos terminó rodeada de cientos de velas y flores. Esos gestos espontáneos le dieron valor a lo que pasó la semana anterior en Medellín. Así como los días de duelo “decretados” por los poderes oficiales e ilegales.

Pero también hubo una especie de autocomplacencia que fue llegando y cubriendo esa silencioso y natural desahogo. Un poco de exhibicionismo. Cuando los gestos ya no eran espontáneos sino calculados, escritos, impresos. En algunos momentos parecía que la ciudad se aplaudía a sí misma por su solidaridad y no faltaron las escenas propias de los farsantes profesionales en los entierros. También estuvo la palabra de los políticos y nuestro exceso de formalismo y de ombliguismo. Los globos desde Barrio Antioquia valieron mucho más que las palabras de los gobernantes. José Serra, el canciller brasilero, soltó una especie de oración dolorida. Por nuestra parte los discursos solo sirvieron para recordarnos que estábamos ante un evento oficial, con orden del día y jerarquías. Un momento apropiado para soltar la rechifla de la noche.

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