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Bandera negra, bandera blanca

Alfredo Molano Bravo
24 de julio de 2016 - 02:00 a. m.

“…en un país como el nuestro, donde no hay libertad de sufragio para hacer triunfar por ese medio una causa política, toda oposición envuelve, para más o menos tarde, una apelación a la guerra, que es el sufragio de los países bárbaros”. Carlos Martínez Silva. Agosto de 1899.

La decisión de la Corte Constitucional es un pronunciamiento trascendental y contundente en favor de la paz. No fue sólo un sí al plebiscito, sino, en realidad, un No mayúsculo a la guerra. El pataleo de la extrema derecha es explicable. Se hunde su única bandera –negra, por lo demás–. Uribe se quedará como esos borrachos que siguen diciendo lo mismo toda la noche hasta cuando ya los amigos más fieles se han ido. El país lo ha oído e inclusive un pedazo de él, en mala hora, lo siguió hasta el borde del despeñadero.

La tesis de acabar con la oposición, matándola, ha llegado a su fin. El país no está condenado a la guerra ni a la muerte de otro millón de ciudadanos en beneficio de unos contratos de armas y de otros de condecoraciones, y de todos los negocios sucios con el petróleo, con el oro, con la tierra. Por primera vez desde los años 1940, el Estado recuperará el monopolio de las armas y de los tributos; por primera vez se podrá ejercer la oposición sin armas. Bandera blanca: del Estado haremos parte todos los ciudadanos. Los acuerdos de La Habana con las FARC –y mañana, sin duda, con el ELN– le pondrán término a la tradición de declarar enemiga irreconciliable la oposición. Porque ¿acaso las guerrillas han sido cosa diferente a una oposición armada, obligada a la guerra desde hace más de medio siglo? Oposición liberal arrinconada por el Partido Conservador entre 1948 y 1958, declarada comunista y perseguida a muerte en los años 1960, ultimada a balazos como terrorista en los 1980 y masacrada a motosierrazo entre 1990 y el 2010.

El pronunciamiento de la Corte permitirá que el Sí rompa de tajo esa costumbre inveterada de la derecha. Razón tiene Santos cuando dice que la sentencia es histórica al suprimir definitivamente la violencia como palanca de poder. Lo que –habrá que recordarlo cada día– obliga a las dos partes. No es menor la responsabilidad que asumen las Fuerzas Armadas en el acuerdo. La guerra contra lo que la opinión pública aprendió a llamar –en el mejor de los casos– “esa gente” se acabará, y “esa gente” seguirá haciendo política, esta vez sin armas. Es la solución que siempre ha sido bloqueada. La extrema derecha pretende mantener a la guerrilla en armas para conservar la facultad de armar a sus fieles; de hacer negocios y negociados; de espiar, torturar, desaparecer. Las guerrillas dejarán las armas –es el trato–, pero no renunciarán, como movimiento político que han sido, a gobernar el país. Es el derecho adquirido que el sí sellará como pasaporte a la historia.

El plebiscito acabará con el uribismo y así lo saben el expresidente y su guardia pretoriana. Habrá guerrilleros que temen, no sin razón, dejar el camuflado y soldados que, también con razón, no saben de qué vivirán si el Estado no les abre puertas para dejar las armas. Hasta ahí la izquierda empujará el carro con el liberalismo, el Partido de la U, Cambio Radical, pero, entonces, cuando prenda y arranque, tratará de pasar al timón. Es la ley. El viraje que dará la historia con la paz será definitivo. Alcanzaremos a verlo y a gozar de un atardecer leyendo a José Asunción Silva.

Punto aparte: Carlos Arturo Velandia, cuyo nombre de guerra fue Felipe Torres, fue detenido hace más de un mes por un delito supuestamente cometido cuando estaba en la cárcel de Itagüí, donde lo conocí y comencé a estimarlo como revolucionario y como hombre de principios. Ha estado preso en una celda de tres metros por dos de la Fiscalía, con una hora diaria de luz de sol. Muchos ciudadanos hemos protestado por su detención porque, como se ha dicho, no es una buena señal para las negociaciones con la guerrilla. Carlos Arturo debe ser puesto en libertad para que desde la calle pueda seguir luchando por la paz a la que se ha entregado desde cuando salió por pena cumplida.  

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