Caudillismo trasnochado

Francisco Leal Buitrago
16 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.

A mediados del siglo pasado, América Latina tuvo caudillos en países modernizados con mercados exportadores, como Argentina, Brasil y Chile.

En los que tenían amplias clases medias, por su temprana modernización, los acompañaron populismos. En Colombia —con modernización tardía—, surgió la semilla caudillista con el liberal Jorge Eliécer Gaitán, eliminada con su asesinato, el 9 de abril de 1948. Este suceso cambió el rumbo del país, al afirmarse el inicio de la violencia. 

A diferencia de otros países y pese al retardo de su modernización, Colombia tenía un régimen democrático, con elecciones y sin dictaduras, aunque con división política —entre liberales y conservadores— propiciadora de “hegemonías partidistas”. El miedo a romper tal tradición con un caudillo en el poder propició el asesinato de Gaitán. El gobierno conservador achacó el crimen al comunismo internacional, dada la celebración de la IX Conferencia Panamericana en Bogotá. Ante la violencia desatada, el presidente ensayó una coalición con el partido opositor, similar a las de crisis anteriores. Pero, tras su fracaso, terminó con dictaduras que culminaron mediante la coalición del Frente Nacional.

Con un Estado débil y un caótico proceso de modernización, emergieron guerrillas —producto de la violencia y la guerra fría— y bandas criminales. Con el Estado ausente en gran parte del territorio nacional, pero con crecimiento burocrático y presupuestal, surgieron clientelismos, corrupción y narcotráfico. La falta de políticas de seguridad y la incapacidad militar para doblegar a la subversión propiciaron el paramilitarismo para combatirla. Con este panorama terminó el siglo XX.

Las elecciones de 2002 mostraron el fin del bipartidismo. El triunfo del candidato disidente del liberalismo, la reducción de votos bipartidistas a menos del 50 % y el debilitamiento de los partidos sembraron la semilla de un caudillismo trasnochado. Con gran carisma y triquiñuelas políticas, Uribe cautivó a la opinión pública, sobre la base de estimular mayor odio hacia las Farc y buscar obsesivamente su derrota militar.

Según fuese la situación, Uribe retorció la política de acuerdo con sus conveniencias, comunicando sus ideas con desfachatez. Con frecuencia, estas eran contrarias a las expresadas antes. Su credibilidad por la voluble opinión pública fue resultado de su carismática personalidad. Tal empatía fue reforzada por la fragilidad de los partidos. De esta manera, el presidente logró aferrase al poder por dos períodos, pero la vigencia de la tradición democrática frenó su reelección por sentencia de la Corte Constitucional.

Tras este fiasco, Uribe pretendió seguir en el poder por interpuesta persona. Pero, al no funcionarle la estrategia, se vio obligado a apoyar a Santos, quien le dio la espalda al alcanzar la Presidencia. Santos, “el traidor”, se obsesionó con la búsqueda de “la paz”, mediante negociaciones con guerrillas ya debilitadas.

La estrategia de Uribe para recuperar el poder se apoya en mantener la polarización a favor y en contra de “la paz”. Así logró derrotar el plebiscito, ayudado con engaños y fanatismos religiosos. Cualquier nuevo acuerdo que se logre contará con la oposición del obstinado caudillo, repitiendo cantaletas para mantener su favorabilidad y volver al poder mediante las elecciones de 2018. El escenario será el Congreso, reproducido por el afán de los medios de difundir “la chiva”. Su eco lo propagan sus alfiles, a costa de vender conciencias para apoyar ideologías retardatarias.

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