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Ciudadanos, no predicadores

Javier Ortiz Cassiani
14 de noviembre de 2015 - 07:08 a. m.

Una legión de teólogos de las redes sociales se atrinchera por estos días detrás de las citas bíblicas.

Desde ese parapeto se oponen al fallo de la Corte Constitucional a favor de la adopción igualitaria, porque supuestamente va en contra del orden natural de las cosas. Toda idea de orden es una construcción y nada es más peligroso que arroparse con la frazada anacrónica del orden natural como estrategia de defensa de las ideas.

Hasta bien entrado el siglo XIX era natural que un hombre esclavizara a otro por su color de piel, procedencia geográfica y hasta por sus creencias religiosas. Era natural que los niños fueran amamantados por nanas de leche y separados de sus madres a muy temprana edad, porque eso, que ahora a todas luces sería visto como una práctica de sociedades desnaturalizadas, era una costumbre tan cotidiana que no generaba el más mínimo reparo de la humanidad. Y por supuesto, hasta hace poco, era natural que las mujeres no tuvieran papeles protagónicos en la construcción de la sociedad, y que ni siquiera ejercieran el derecho al voto.

Dentro de esa lógica de defensa al orden natural de las cosas en la que se escudan quienes se oponen al reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales, un látigo todavía estaría descansando sobre las espaldas de las personas negras; no se habría inventado ni la infancia ni mucho menos las políticas públicas en su defensa; y la movilidad de las mujeres en la sociedad no traspasaría las fronteras de la cocina. Deberían saber que el mundo y las identidades se transforman, y que por fortuna, hemos ido creando criterios para la convivencia en medio de esta complejidad de identidades sin tener que acudir a fundamentos religiosos.

Por supuesto que las religiones y las prácticas religiosas hacen parte del patrimonio cultural del mundo, pero valga decir que la fe es un asunto de lo privado. Como individuos tenemos todo el derecho a levantarnos de madrugada y subir de rodillas a Monserrate o vestirnos de nazareno cada semana santa en un pueblo caluroso del Caribe colombiano, pero pretender que esas prácticas se conviertan en normas constitucionales es simplemente un absurdo.

Deberían saber también que las religiones tienen la capacidad de renovarse. La Iglesia Católica, por ejemplo, a través del tiempo se ha adaptado a las transformaciones de la humanidad. Se sabe que el Purgatorio es una invención que data de los siglos XII y XIII como un estadio intermedio entre el cielo y el infierno para que las almas se purificaran y expiaran las culpas. Pero sobre todo, para que allí recalaran las almas de los grandes acaudalados de la naciente burguesía necesarios para el sostenimiento económico de la institución. Las puertas del cielo se fueron ensanchando y al final el avaro, con todo y camello, cupo por el ojo de la aguja.

Usar la Biblia como manual de convivencia no necesariamente nos hace mejores personas. Los ladrones de barriada cuando tienen la “zona caliente” suelen exhibirse por las calles y ante la Policía con un ejemplar de ella debajo del brazo; tampoco es ninguna señal de seguridad y confianza que el taxista sintonice una emisora religiosa. La gente tiene derecho a practicar su fe, pero para lograr construir una mejor sociedad, aquí en la tierra, necesitamos ciudadanos capaces de respetar las leyes, exigir sus derechos y cumplir con sus deberes. No predicadores que atrincherados en citas bíblicas nieguen la existencia del otro.

 

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