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Clásicos en verde y rojo

Guillermo Zuluaga
06 de enero de 2016 - 02:59 a. m.

Cuando el referí Castrilli lo aseguró, causó similar expresión a la causada en aquella vez que expulsó a Diego Maradona: “La ausencia de hinchas en la tribuna, evidencia la incapacidad del Estado”.

Sería una más de las salidas del famoso árbitro, de no ser porque lo hacía en calidad de expositor en un seminario organizado en 2013 por la propia Alcaldía de Medellín, donde se encontraba un grupo de funcionarios y miembros de la Fuerza Pública.

Sin embargo, la frase cobra eco aún, máxime cuando en muchos estadios del país, durante las últimas jornadas, se jugaron partidos solo con presencia de hinchas de sus equipos. Desde entonces algunas autoridades han salido a destacar los resultados haciendo énfasis en la mejoría en la seguridad. Sin embargo, el asunto no es tan sencillo como mirar el índice de homicidios de hinchas, o las riñas callejeras entre ellos, o los atentados contra propiedades cercanas al estadio. El fútbol no puede mirarse desde el criterio reduccionista de las cifras de orden público, pues este deporte es un encuentro entre dos rivales donde también sus aficionados organizan y viven uno alterno y festivo en torno al juego.

Así que salir a hablar de éxitos cuando uno de los equipos no tiene a su fanaticada que lo aliente no tiene razón de ser —y este es un asunto más de la sociología de masas— y evidencia, además, como lo decía el “sheriff” Castrilli, la ausencia del Estado. O por menos su falta de creatividad —y esta sí es una palabra afín al lenguaje deportivo— para solucionar un asunto tan importante en estas sociedades urbanas. Sacar a las hinchadas del estadio es casi como retirar a los músicos que amenizan una fiesta. O vender la cama para acabar con la infidelidad de la pareja.

Seguramente la ausencia de hinchas que plantea Castrilli es la definitiva, la de jugar a puerta cerrada —y ello también se ha hecho— pero aplica también cuando no está alguna de las dos fanaticadas. Porque finalmente el fútbol, como lo diría Norber Elías, es una “batalla fingida”, una configuración entre dos partes, donde la hinchada también pone en juego su cuota de éxito o de fracaso. Si una de las dos partes no está completa, el resultado no será el mismo. Seguramente la ausencia de una de las hinchadas afecte positivamente a quien sí la tiene, pero la fiesta en torno al deporte decrece.

No puede, pues, pensarse que porque se estén reduciendo los hechos relacionados con el vandalismo en torno al fútbol, se esté avanzando. No es igual el comportamiento de los hinchas cuando están solos a cuando están al frente de sus rivales. Pero eso es lo superficial. Lo de fondo es que no se construye cultura deportiva mientras no haya confrontación. Sin confrontación no se avanza en el tema de la tolerancia con el otro. Mejor dicho, solo sabremos que hemos avanzado el día que haya un clima de respeto por el otro. Y ese es un tema que debería interesar a quienes manejan el fútbol. Y al poder en general. Pero no siempre hay conocimiento o interés en quienes se ocupan de estos asuntos en las administraciones locales.

A veces surgen iniciativas al calor de las jugadas. Por ejemplo, que todos los hinchas vayan de camisa blanca como si se caminara hacia la Meca o Tierra Santa. Se hizo alguna vez pero es iluso creer que eso mejorará. Nuestros aficionados al fútbol no son precisamente monjitas de clausura. También se ha buscado prohibir ciertas palabras en los cánticos; pero es preferible que desfoguen su energía cantando y putiando al otro y no esperándolo armado en la bocacalle del barrio. El asunto, no obstante, debe pasar por lo simbólico que también hace parte de estos encuentros deportivos.

El alcalde de Medellín, quizá entendiendo que la fiesta está “truncha”, ha anunciado que los clásicos antioqueños volverán a tener a las dos hinchadas. Pasaremos del monocromo a la policromía. El asunto es interesante y evidencia que hay un conocimiento de lo que significa esta fiesta —Gutiérrez jugó fútbol y es un declarado hincha del Nacional—.

La medida del nuevo alcalde es interesante. Pero es solo un inicio. La ciudad –y creo que en general el país— requiere de una verdadera política integral para el fútbol. Una donde se trace una única hoja de ruta, donde sus actores involucrados hablen el mismo idioma y tengan similar rumbo. Donde haya indicadores y coherencia. Se vale un ejemplo: a una barra popular de Medellín la premiaron por su comportamiento en el estadio dotándola de instrumentos musicales. Luego, en un partido, a dos kilómetros del estadio, dos chicos que nada tenían que ver con esta protagonizaron una gresca, y entonces la misma Alcaldía castigó a la barra no dejándole entrar instrumentos al estadio (¡!).

¿Por qué ocurre? Porque no hay claridad ni una ruta a seguir. El tema —me temo— es más largo y va más allá de estas 900 palabras. Así que no es dar partes de éxito por jornadas futboleras “seguras”. El triunfo –entendido el fútbol como una fiesta deportiva— será cuando seamos capaces de enfrentar al otro y de convivir con el otro sin salirnos de las normas del respeto y la tolerancia. Se vale para el fútbol. Y se vale para la religión, para la política. Y para la vida.

 

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