Comenzó el carnaval

Francisco Gutiérrez Sanín
20 de enero de 2017 - 03:35 a. m.

Esta semana, Donald Trump se convertirá en el presidente en ejercicio de los Estados Unidos. Su gobierno puede derivar en distintos desenlaces.

Podría, por ejemplo, entrar en caída libre. La popularidad de Trump ya anda por el 40% (la más baja en la historia gringa para un mandatario electo que aún no ha cogido las riendas), y el desorden mayúsculo que ha campeado en su movimiento no ha cejado un minuto. Podría, por supuesto, resultar en una deriva autoritaria. O, toco madera, en un uso irresponsable del enorme arsenal con el que cuenta Estados Unidos.

Independientemente de lo que suceda, lo de Trump es un carnaval. No uso la palabra como un insulto, sino recordando al gran crítico literario e historiador ruso Bakhtin, que decía que el carnaval consistía en poner “al mundo al revés”. Para hacerlo contaba con cuatro grandes herramientas que eran —si no me equivoco: cito de memoria— la interacción libre y fluida con y entre la gente, el comportamiento excéntrico, la libertad para poner en relación lo sagrado y lo profano y el uso discrecional de la blasfemia y el sacrilegio. Son ni más ni menos los rasgos que caracterizan a Trump, y a otros tantos autoritarios de derecha, de Orban en Hungría a Duterte en Filipinas, pasando por el viejo Le Pen en Francia. Nuestro Uribe, con su crispación andina, se queda a mitad de camino, pero tanto él como sus partidarios más virulentos también tienen mucho en común con el carnaval de odio que ahora llega al poder en el país más poderoso de la tierra.

Bakhtin decía que el carnaval, precisamente por su capacidad de poner el mundo al revés, era una experiencia profundamente liberadora. ¿Pero de qué se querría liberar la extrema derecha, tan asociada en todo el mundo a múltiples poderes establecidos? De múltiples cosas, comenzando por las convenciones políticas. Tales convenciones han sido el blanco de muchos ataques, por su acartonamiento y carácter repetitivo. Muchos progres y un par de antipolíticos se concentraron en derrumbarlas. Pero me temo que detrás de este esfuerzo había una intuición más cercana a Mary Poppins que a cualquier noción de pensamiento crítico. Las aburridas y rutinarias convenciones políticas –que incluyen el lenguaje políticamente correcto que Trump ha detestado— tienen un gran poder civilizatorio y pedagógico, como barrera de contención e instrumento formativo.

También se emancipa Trump, naturalmente, de la enjalma liberal que le escuece e incomoda. Pero a la vez su carnaval ofrece posibilidades liberadoras a una parte importante de sus bases sociales: gentes del común que han perdido de una manera u otra durante el consenso liberal, que de repente ven cómo se abren ventanas de oportunidad para insultar a esos doctores detestables que explican que uno no puede insultar ni atropellar, que las minorías (étnicas o sexuales) no son inferiores a nadie, y que por lo tanto uno se encuentra más o menos en el sótano de la jerarquía social. Los chistes racistas y misóginos, los llamados a matar y destruir, ¿no producen precisamente en ciertas gentes la sensación de sacarse de encima los grillos y cadenas que los tienen atados y de invertir odiosas jerarquías sociales? Es a esta base a la que apela la extrema derecha, con sus invenciones, insultos y llamados a ignorar a la ciencia y a los expertos, a escandalizar a los liberales bienpensantes, y a ignorar las consecuencias de las propias palabras y acciones.

Se me antoja que es necesario entender este carnaval, esta sensación liberadora, que ha marcado con fuego la experiencia política de generaciones en numerosos países del mundo. A pesar de proclamar la defensa de la diversidad como piedra de toque programática, los defensores de la democracia aparentemente no hacemos muchos esfuerzos por entenderla. ¿No será por eso que perdemos con tan alarmante frecuencia?

 

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