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Comiendo muertos

Javier Ortiz Cassiani
27 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

El año 2015 es un animal que agoniza.

Despojado de sus meses, sus semanas y sus días, sus últimos suspiros son como resoplidos que avivan la hoguera del escándalo. Hace poco, a una reina colombiana le quitaron la corona de la testa cuando apenas se la acomodaba y todavía sonaba la fanfarria con la que escasos minutos atrás había comenzado su entronización como soberana universal. De inmediato colapsaron las autopistas virtuales y los colombianos volvieron a ser lo que siempre han sido: quejumbrosos y chistosos predecibles. Esta vez les quedó mucho más fácil. El presentador, culpable del supuesto error en el anuncio de la ganadora, era negro.

Precisamente, si algo caracterizó al año que como una bestia desesperada inhala las últimas bocanadas de oxigeno, fueron las frecuentes muestras de racismo. Y no es que en el país estas prácticas no sucedan cada año, cada mes, cada semana, cada día… la diferencia es que en esta ocasión varias de ellas fueron denunciadas, filmadas, circularon por las redes sociales y por los medios de comunicación, y a muchos hasta los sorprendió darse cuenta que vivían en una nación racista.

El que acaba también fue el año en que algunas personas le hicieron saber a los gritos a los policías, a los agentes del tránsito que los detuvieron, y a todo el país, que ellos eran más que simples seres humanos borrachos. “Yo no soy sólo eso que se alarga entre mi sombrero y mis zapatos”, escribió el poeta Walt Whitman hace muchos años. Los de aquí también se celebraron y cantaron a sí mismos, y quisieron dejar claro que no eran sólo la evidencia irrefutable de unos cuerpos beodos cimbreantes y vocingleros. Para ello acudieron a una frase propia de sociedades con un sentido de la ciudadanía tan enclenque como la estabilidad de un borracho: “Usted no sabe quien soy yo”.

Para la justicia colombiana el 2015 ha sido un año paradójico porque vivimos en un país de paradojas. Ha sido el año del mayor avance en el reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales con la aceptación del matrimonio igualitario y la adopción de niños por parejas del mismo sexo, pero también ha sido el año en que el tema de los desaparecidos en el Palacio de Justicia sigue en la total impunidad. Con la absolución del coronel Alfonso Plazas Vega, las llamaradas del Palacio no han dejado de arder y todavía se escuchan los gritos de agonía de quienes salieron vivos del lugar y luego, en manos de las autoridades, fueron torturados, ajusticiados y desaparecidos.

El que agoniza fue el año en el que empezamos a tragarnos lentamente, resignados, pero sobre todo esperanzados y hartos de la guerra, los sapos de los que habló el presidente Santos a finales del año 2014 como metáfora de lo que era necesario aguantarse para lograr la paz. En realidad en este país llevamos años atragantados de tanto comer sapos de todas las especies. Pero fue precisamente cuando el Gobierno los anunció como parte del menú nacional para llegar a un acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, que muchos protestaron y pusieron el grito en el cielo. Lo que de verdad asusta es que quizás algunos se niegan a comer sapos simplemente para defender el necrófilo derecho a seguir alimentándose con los muertos.

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