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Contra la violencia cultural

Eduardo Barajas Sandoval
23 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.

La imposición de valores de contenido y significación cultural es una forma de violencia tan reprochable como la destrucción de monumentos ajenos.

El ejercicio del poder, sin control ni medida, para demoler lo que otros han construido y el espíritu que han forjado, o para tratar de imponerles una forma de ver el mundo que les resulte ajena, sin saber explicar por qué, y sin el peso de los buenos argumentos, será siempre una muestra de barbarie. Aunque el fenómeno no es nuevo, conviene reclamar una vez más el avance de las civilizaciones para que coincidan en el respeto por las creencias y objetos que tengan valor para los demás. 

No pocos avances de una u otra cultura han sido destruidos de un empujón por los fanáticos de formas únicas de concebir el mundo. Así han quedado truncados procesos de alto valor, con el consecuente desconocimiento del esfuerzo que implicó la empresa de impulsarlos. Al daño hecho a sus beneficiarios, sus creyentes y sus abanderados, se suma el manto de impunidad que protege a sus verdugos. Por fortuna avanza la acción de una jurisdicción supra nacional que se ocupa de hacer justicia contra los depredadores. Ojalá logre sentar el precedente de que a alguien habrá que darle cuentas por hechos que hasta ahora han quedado sin castigo.

La destrucción de bienes culturales, tangibles e intangibles, y los esfuerzos por imponer el unanimismo en la interpretación del mundo, no son asuntos nuevos. Por el contrario, con frecuencia se han atravesado para tratar de desviar el curso de procesos históricos. Los bárbaros precisamente se caracterizaron por tratar de imponer su precario universo por encima de cualquier razón, mediante el ejercicio de su poder violento. En oriente y en occidente, en el norte y en el sur, se ha reiterado el ejercicio. La conquista de América fue en estas materias un caso contundente. Y en tiempos cercanos, para citar unos pocos, lo han sido la destrucción de las estatuas más grandes de Buda, cavadas en las rocas de Bamiyan en Afganistán, la del puente de Mostar en la reciente guerra yugoslava, y la de tesoros de alto valor arqueológico que volaron en pedazos con el ataque de la coalición occidental a Irak. Además, claro está de la imposición de partidos únicos y formas estereotipadas de vida, por lo general al ritmo de los deseos y el gusto de una camarilla o de algún caudillo.

A pesar de que, de manera ilusa, en uno u otro momento se ha llegado a pensar que la civilización ya llegó a un punto de avance como para que la supremacía de la razón y el respeto por los demás se conviertan en paradigma, las cosas no son así. No obstante, esta semana se ha abierto una nueva luz de esperanza que permite pensar que al menos algunos de los crímenes culturales de nuestra época no quedarán en la impunidad: la Corte Penal Internacional inicia el primer juicio por destrucción de monumentos culturales, por unos hechos ocurridos en Malí.

El sindicado es Ahmad al Faqi al Mahdi, graduado como educador y funcionario de administración educativa, taciturno y fundamentalista, que habría ordenado la destrucción de una mezquita y de mausoleos de santos Sufis, esto es figuras veneradas del misticismo islámico, en la legendaria ciudad de Tumbuktú. Los monumentos provenían del Siglo XV y habían sido declarados como patrimonio del mundo por parte de la UNESCO. Fatou Bensouda, la Fiscal gambiana de la Corte, hasta ahora “cazadora de tiranos”, ha emprendido la tarea de llamar a cuentas a los responsables de delitos de esa naturaleza, abriendo así un nuevo capítulo en favor de la defensa de los bienes culturales, como expresión de virtudes de la humanidad que merecen protección.

Al Faqi, primer acusado ante la Corte que confiesa sus faltas, reconoce que, en razón de sus convicciones, inspiró la destrucción de la mezquita Sidi Yahya, construida en 1440, así como de las tumbas de los santos, en el ataque del grupo Ansar Dine, inspirado por Al Qaeda, en 2012. Según su secta, el culto por los santos no era más que idolatría, y la defensa de la pureza del Islam requería destruirlos. Pero al tiempo ha pedido excusas y recomienda que no se realicen actos de esa naturaleza. Además ha pedido que el tiempo que le impongan de condena le sirva para depurarse. Con todo, quien juzgue su caso deberá tener en cuenta los principios que le animaron a actuar, lo mismo que los principios de los demás y los valores del respeto por las culturas ajenas.

La sentencia de la Corte establecerá un precedente de enorme importancia hacia el futuro. También puede señalar el camino para que haya justicia frente a otros asaltos al patrimonio cultural de los pueblos, como el que perpetró el autodenominado Estado Islámico de Siria y el Levante en las ruinas romanas de Palmira, y la destrucción de miles de manuscritos en la misma Tumbuktú, una de las ciudades más cultas del continente africano. Para no hablar de la imposición por la fuerza de la interpretación que el ya citado Estado Islámico hace de las prescripciones de la vida musulmana. Actitud imitada en los lugares más insospechados del mundo, donde pequeños déspotas, inspirados por orientadores faltos de universalidad, pretenden dar a la vida una sola interpretación, e imponer una sola forma de vivirla, o de hacer cualquier oficio.

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