Contra una guerra mundial de religiones

Eduardo Barajas Sandoval
03 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Cuando la convocatoria a la oración es también un llamado a filas, se puede esperar la más inoficiosa de las guerras.

Los propósitos fundacionales del llamado Estado Islámico de Irak y el Levante, el fortalecimiento de Al Qaeda, y la supervivencia de otros grupos armados en torno a la idea de una “guerra santa”, mantienen viva la llama de una amenaza a la paz del mundo desde una concepción militarista y destructiva de la Yihad. La mutación de un concepto de fortalecimiento espiritual en concepto político destructivo, encuentra adeptos entre los frustrados y los rechazados en el encuentro de mundos diferentes, que no han podido desarrollar de verdad la capacidad de coexistir para satisfacción de ambas partes. Elementos ajenos a los asuntos religiosos, como la expansión europea, el pasado colonialista, la explotación de pueblos del tercer mundo, la discriminación racial y el fortalecimiento de desequilibrios internacionales en materia de bienestar, se han convertido en caldo de cultivo de un resentimiento que encuentra salida en actos de venganza contra ciudadanos inocentes y que alimenta los ánimos de “luchadores” dedicados a buscar abiertamente el control de amplios segmentos del mundo y una confrontación definitiva contra la civilización occidental, bajo la bandera del Islam.

Las guerras fundamentadas en motivaciones religiosas, promovidas desde uno u otro credo y con el ánimo de imponerse por la vía armada sobre un enemigo que cree en otras cosas, terminan por ser las más inoficiosas, pues a pesar de la aparente derrota del oponente en los campos de batalla, resulta fortalecido en sus creencias, que residen en los espacios interiores de las almas, donde nadie puede entrar. Ya hemos visto cómo pueblos enteros soportaron durante siglos una dominación bajo poderes en nombre de creencias diferentes, para comprobar que, al cabo de un tiempo, en el fondo todo sigue igual.

“Tu dios violento, que me amenaza con los infiernos y se vale de tus armas para que abandone al mío, benevolente y tranquilo, no me podrá jamás convencer”, le habría respondido un aborigen canadiense al misionero francés que en su desespero por “salvarle el alma” no tuvo más argumento que el de amenazarlo con castigos que el otro, en su visión del género humano, del mundo y de las cosas divinas, no pudo jamás comprender. Ejemplo sencillo y claro de la inutilidad de la amenaza o del uso de la violencia para imponer a otros las convicciones propias sobre ese imaginario lleno de magia y misterio que carga cada creencia religiosa y que de alguna manera queda cosido al ánimo de los creyentes. 

Las cruzadas, que tomaron como causa la defensa del cristianismo contra una “agresión” representada en la toma de los lugares santos del cristianismo por parte de los militantes del Islam, que después de todo es un credo con raíces en la misma tradición, no fueron a la larga más que aventuras sin resultado contundente y definitivo, cargadas de violencia y de muertos inocentes. En cambio, eso sí, sembraron las semillas de un resentimiento y de una confrontación que una que otra vez encuentra quien la reviva. Como lo hacen los grupos radicales que se creen llamados a tomar el relevo en una confrontación armada contra Occidente, y la emprenden contra transeúntes de cualquier malecón o feria navideña, para golpear por lo bajo, ya que no están en capacidad de plantear una guerra convencional.

Ya un presidente republicano de los Estados Unidos incurrió en 2003 en el error de invocar el nombre de “cruzada” antes de acometer un nuevo ataque, desastroso para todos, a Irak. Aventura que tuvo como consecuencia nada menos que profundizar, además de diferencias políticas, las que separan al mundo cristiano occidental de la visión islámica de la vida y de la sociedad, que en una versión radical encuentra justificación para tergiversar y maximizar una visión violenta de la yihad, esa lucha interior que cada persona debe llevar a cabo para ser mejor, convirtiéndola en un propósito político y militar.

Nadine tiene claro, comenzando al parecer por él mismo, lo que pueda caber en la cabeza de quien tomará en sus manos la conducción del gobierno federal de los Estados Unidos el 20 de enero de 2017, respecto de la forma de enfrentar el reto planteado por Al Qaeda, el Estado Islámico de Irak y el Levante y otros grupos, que no solamente combaten con legiones internacionales en el Medio Oriente, sino que realizan en Occidente acciones de terror como las que han golpeado en diferentes lugares mediante el uso de “medios de lucha salidos de la vida cotidiana” con el denominador común de la sorpresa, la crueldad y la cobardía. Sobre el tema es muy posible que Donald Trump reciba, ya que tanto le gusta, lecciones de Vladimir Putin, quien ahora funge, quién lo creyera, como campeón de la paz en Siria, ya sabemos con qué argumentos. Para que el nuevo binomio del poder transatlántico no eche por el camino equivocado, deberíamos apoyar un encuentro de civilizaciones y de modelos políticos y económicos que desactive los principales elementos de un ánimo de confrontación que muchos quieren concentrar en las diferencias religiosas y que a toda costa hay que evitar. Las redes sociales, que nos unen en el escenario común de la humanidad, sin fronteras de países y creencias, pueden jugar, dentro de ese propósito, un papel protagónico.
 

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