Corrupción

Rodolfo Arango
23 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

La desaparición de las Farc hace visible la magnitud de la corrupción en Colombia. Antes, los bombazos y atentados copaban la atención ciudadana.

La violencia guerrillera creaba condiciones óptimas para el aprovechamiento ilegal de recursos públicos por camarillas de poder. Con el descenso en el número de víctimas ha caído el árbol que no dejaba ver el bosque. DNE, AIS, Saludcoop, Caprecom, Glencore, Reficar, Panama Papers, Odebrecht, Banco Agrario y otros escándalos muestran la descomposición de empresarios y servidores públicos en toda su magnitud.

El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, reza el dicho. Cuando los grupos económicos con posiciones hegemónicas se enmaridan con el poder político, se configuran las condiciones propicias para una tormenta perfecta que, de acaecer, tiene consecuencias devastadoras sobre los esfuerzos de varias generaciones. Hoy, grandes obras de infraestructura necesarias para el país no gozan de un futuro despejado. Constructores responsables de su ejecución son beneficiarios de sobornos y préstamos con dudoso respaldo, así como de la violación de las reglas de sana competencia, con la complicidad directa de altos funcionarios del Estado.

Más preocupante resulta que el fenómeno de corrupción no parece ser episódico sino estructural. Charles Ferguson, en el documental Inside Job (https://vimeo.com/27159349), alertó de la complicidad del sistema financiero, pseudocientíficos y empresarios corruptos en la búsqueda de enriquecimiento rápido con desconocimiento de estándares de seguridad y manuales de buenas prácticas, en una carrera enloquecida por acceder y controlar recursos económicos y poder político. En nuestro medio, el extendido desconocimiento de la ley y la debilidad de las virtudes ciudadanas en élites gobernantes son caldo de cultivo ideal para el aprovechamiento ilícito y el abuso.

La doctrina del mal menor hace finalmente metástasis. La colusión de algunos empresarios y políticos, antes tolerada como medio necesario para adelantar la guerra, hoy amenaza con devorar los avances en la construcción de una sociedad más democrática. Desde el Frente Nacional la población ha estado sometida a chantaje: los pactos de élites desplazan la apertura política y niegan la igualdad de oportunidades políticas. La modalidad más sofisticada del contubernio entre dinero y poder es la apropiación de los medios de comunicación por parte de grupos económicos. La costumbre de dar noticiero a hijos de expresidentes mutó en algo peor: medios partisanos con candidatos propios y tergiversación de los hechos, más parecidos a órganos de propaganda política que a difusores objetivos e imparciales de información.

La extendida captura de rentas públicas ha dejado al descubierto que la corrupción no es exclusiva de lo público, como pretendían convencernos los adalides de la desregulación y enemigos de la intervención del Estado en la economía, sino que anida a lo largo y ancho del sector privado. Algunas asociaciones público-privadas en infraestructura ya evidencian la extensión de la devastación luego de décadas de manguala torticera de empresarios y políticos. El país tendrá que llegar al fondo, duela lo que duela, cueste lo que cueste, en el desenmascaramiento de los responsables, ello si queremos darle una oportunidad efectiva a la paz.

Sabemos que el problema es más profundo, cultural, y su solución tardará tiempo. Bien lo decía Carlos Gaviria Díaz al referirse a la corrupción, como recordara un colega suyo: la tragedia que vivimos en Colombia se origina ante todo en una falta de ética que, en el fondo y siguiendo a Wittgenstein, no es más que una falta de estética, “ordinariez humana”.

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