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Cuando el envoltorio es más importante que el contenido

Juan Manuel Ospina
05 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

Quien creyera que encontraría una aguda descripción de nuestra realidad como sociedad en una crónica sobre restaurantes de Bogotá, escrita por Ignacio Medina, comentarista de El País de Madrid.

Suya es la frase del título. La razón es sin embargo sencilla, pues la verdadera cocina, no la que encontró Medina acá, es fiel expresión de una sociedad, de sus gustos y costumbres; es el alma de esa sociedad en la olla. Pero él se topó con “una cocina antigua, pasada de moda, plagada de lagunas técnicas y sin raíces. Sin la menor concesión al origen o la identidad del país”. Afirma que nunca había conocido una concentración tan grande de comedores de moda, con “inversiones millonarias, exhibiciones de lujo, relaciones públicas y anfitrionas con tacones de vértigo”, donde claramente lo que interesa es la apariencia e impera el mandato de estar a la moda. Y eso que no comentó lo que cobran, lo que cuesta esa frivolidad, que hace parte del derroche de exhibicionismo, para alegría de los bolsillos de los chefs de moda, que como toda moda pasan rápidamente al olvido, salvo los pocos que son de verdad y por ello permanecen.

Habló de restaurantes pero nos retrató de cuerpo entero, convertidos como estamos en una sociedad de relumbrón y de apariencias; arribista en la más pobre acepción del término; carcomida por la frivolidad propia del exhibicionista; donde importa más el envoltorio, la apariencia, que el contenido, que la sustancia de la vida, de las relaciones, de los sueños; no se busca la verdad de las cosas y de las ideas sino estar en la onda, “in”, a la moda. Es una sociedad crecientemente amorfa y sin personalidad igual a esa comida que no es de aquí ni de allá, sin raíces ni sabor propio, insípida, que ni sorprende ni despierta sensaciones de vida, recuerdos que nos reafirmen en nuestro ser, en nuestra alma. En esta sociedad de lo efímero y banal, domina el titular de prensa, el sensacionalismo que desbancó al análisis sereno de los hechos, de la realidad; en ella no hay transformaciones, simplemente se transmiten y alimentan sensibilidades marcadas por lo efímero del sentimiento.

Es una sociedad de relumbrón que se atraganta con el cuento de que tenemos los mejores ministros de hacienda del continente, los mejores alcaldes…; que somos un país de gente feliz y sonriente. Y vale también el relumbrón negativo de quienes presentan a Colombia como el país con los peores registros mundiales en corrupción, en desigualdad social, en derechos humanos y ambientales. Ambas son apreciaciones inexactas para aprender una realidad compleja que no expresan, aunque sí lo hacen con las posiciones o intereses de las personas que acogen una u otra visión de la realidad. De alguna manera ambos viven de espaldas a la realidad, encapsulados en su visión superficial y parcializada, que termina en caricatura de esa realidad que sigue al garete entre la frivolidad y el fatalismo reinante, donde ya ni el comer tiene sentido en sí mismo, reducido a un acto de exhibirse con derroche, no para darse una satisfacción sino para descrestar al vecino; una sociedad vacua e intrascendente, ajena a la crisis que nos carcome; nos asemejamos a Roma con Nerón, el Imperio cayéndose a pedazos y el Emperador de farra.

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