Son ellos, los mismos de siempre, aunque cambien de nombre, de vestido y de tocado. Son ellos, los que en una sala enchapada de maderas determinan quién vive y quién muere, cómo se vive y en dónde.
Son ellos, los mismos de siempre, los que difundieron la idea de que Giordano Bruno era brujo, para que nosotros nos centráramos en sus brujerías, y no en su teoría de que el Sol era un planeta más de los muchos que había. Son ellos los que desprestigiaron a Nietzsche y lo acusaron de ser la esencia del nazismo, de la misoginia, y lo condenaron por haber muerto en una clínica mental, porque él había escrito Dios ha muerto, porque él pedía que rompiéramos las tablas, porque él había denunciado a los falsos profetas. Son ellos, pagando académicos, periodistas y escritores, los que hundieron a Óscar Wilde por sus tendencias sexuales, pues Wilde era un obstáculo para su Bien y su Mal. Son ellos, los mismos de siempre, los que lapidaron a Marx y a Freud por sus orígenes o procedimientos, y los que reprodujeron la gran estrategia de proscribir a la persona para eliminar su credibilidad.
Somos nosotros, los tontos de siempre, quienes dejamos de leer a Neruda porque nos dijeron que Neruda era “mujeriego”. Somos nosotros, los tontos de siempre, quienes huimos de León Felipe porque un ensayista del sistema lo calificó de incendiario, y quienes volteamos la cara a los textos de Ciorán porque un periodista del mismo sistema escribió que a los 15 años había ido a un desfile fascista en Rumania. Somos nosotros los que creemos en académicos, ensayistas, periodistas y sabios, y quemamos libros y discos porque sus autores no eran de nuestra educación moral, o porque una o dos frases no coincidían con nuestros códigos. Somos nosotros, los eternos tontos, quienes permitimos que el detalle superfluo elimine la gran obra.