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Dos dimensiones del desarme

Columnista invitado EE
20 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

El proceso de paz ha avanzado en forma significativa en los últimos meses, y aunque presenta dificultades y enfrenta interpretaciones diversas, debemos admitir que nunca antes se había avanzado tanto en esa ruta.

Si se supera definitivamente la problemática de la justicia transicional, el siguiente paso, el de la terminación del conflicto, deberá resolver lo que en la jerga internacional se conoce como DDR: Desmovilización, Desarme y Reintegración.

Me referiré al desarme, que en nuestro caso se aplicaría en dos ámbitos bien distintos: el que trata de la entrega de las armas de las Farc, como un elemento esencial del acuerdo de La Habana, y el que se refiere al desarme de la sociedad, como un complemento necesario para la construcción del posconflicto, un período nuevo de nuestra historia.

Como elemento esencial del acuerdo de La Habana, las Farc deberán entregar todas sus armas, sin excepción, al Estado o a un tercero, que podría ser la Organización de las Naciones Unidas. Esa entrega deberá hacerse en el territorio nacional, en eventos públicos, frente a las comunidades que han sufrido sus efectos como testigos. Debidamente registradas, las armas deberán luego destruirse; un acto que contribuye de forma emblemática a la construcción de paz, al compromiso de no repetición y a la educación para una nueva sociedad.

Puesto que no habrá paz armada ni ejercicio de la política con armas, el rearme o la reincidencia tendrán que tener la más severa sanción. Por otro lado, el Estado, de acuerdo con lo establecido por el Artículo 223 de la Constitución, deberá asegurarse de que las armas que esgrimen sus agentes se usen exclusivamente dentro de los parámetros legales, para defender la soberanía, independencia, integridad territorial y honra y bienes de los ciudadanos. Afortunadamente en Colombia los ciudadanos que portan legalmente un arma lo hacen por concesión del Estado. A diferencia de lo que sucede en otros países, el porte de armas no es un derecho en el país.

Pero queda una ingente labor frente a la comunidad. Si Colombia quiere entrar al posconflicto deberá reconocer los efectos nefastos que las armas tienen respecto a los derechos humanos, al derecho internacional humanitario y al desarrollo. En nuestro país la presencia, tenencia y utilización de armas ha sido un factor determinante en la violación de las más básicas transacciones de la vida en comunidad. Bajo su amenaza se cometen, entre otros, los delitos de lesa humanidad, los sexuales y contra la propiedad. Con ellas se impide el acceso a los servicios sociales, a la escuela, al hospital, y se obstruye la utilización de la tierra. Las armas desgarran el tejido social y perpetúan los enfrentamientos. El hombre armado no negocia; impone con el miedo.

Por todo lo anterior nuestra sociedad tiene ahora la oportunidad y el más valioso pretexto para desarmarse. En los últimos años la comunidad internacional ha construido paulatinamente un acervo de instrumentos, a nivel global y regional, que ofrecen los parámetros para renovar nuestra legislación y construir la institucionalidad que sostenga a una sociedad sin armas, menos violenta.

Es el momento de hacerlo.

 

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