El Caribe que queremos

Javier Ortiz Cassiani
12 de junio de 2016 - 02:00 a. m.

En los últimos días soplan vientos de integración regional en el Caribe colombiano.

Mientras los medios locales celebraban el discurso bien intencionado, pero lleno de lugares comunes, de un conocido cantante durante el foro Ciudad Caribe realizado en Cartagena, en otra orilla del mismo mar, en La Habana, ocurría la VII Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe. Sin embargo, sobre este último evento ningún medio de la costa dijo o escribió palabra alguna.

Creo que tenemos aquí un punto de partida para abordar el análisis de la idea de región Caribe que queremos construir. Ubiquémonos en un contexto básico. El actual embajador de Colombia en Cuba es el barranquillero Gustavo Bell Lemus y el secretario general de la Asociación de Estados del Caribe —con sede en Trinidad y Tobago y creada en Cartagena en 1994— es el historiador cartagenero Alfonso Múnera Cavadía. Sin duda, estas son razones sustanciales, pero no las únicas, por las que a los medios costeños, en la actual coyuntura, debió interesarles el desarrollo y los resultados de la cumbre.

Pero hay criterios de mayor peso. Se trata de pensar cuidadosamente el carácter, la identidad y la filosofía de este nuevo intento de integración, una más de las tantas pretendidas a lo largo de casi tres siglos de historia regional. En su discurso ante los jefes de Estado, cancilleres y delegados de los países asistentes a la cumbre, Múnera habló de la importancia del Caribe en el desarrollo de los principios de libertad y democracia. Procesos que, en algunos casos, se dieron antes que en Francia y que en las colonias norteamericanas.

Se nos olvida con facilidad que el Caribe fue el escenario donde Simón Bolívar consolidó su proyecto político, antes de que usara ruana y emprendiera campañas delirantes por los brumosos páramos andinos, y fue en una de sus islas, en Jamaica, donde concibió el documento más lúcido de todos los que salieron de su cabeza.

La pretendida integración regional necesita de estas particularidades sustentadas en principios universales, de esta filosofía política libertaria que conecta la tradición cultural de los pueblos del Gran Caribe con los territorios de la costa norte colombiana. Creo que allí está la clave para poner límites a cierta sensiblería del regionalismo parroquiano, que termina, sin quererlo, poniendo en el mismo escenario a académicos, artistas, políticos y empresarios honestos, con las mafias tradicionales de la política.

Se necesita fortalecer esa visión del Caribe para alejar los regionalismos tramposos. Navegar el gran mar de colores, bañarse en los ríos diáfanos y evitar caer en las aguas pestilentes en las que chapotean desde hace tiempo las corruptelas regionales, amangualadas por sus pares nacionales. Las mismas que disfrazan sus lucrativos y retorcidos negocios con el discurso de la identidad; las mismas que con sus acciones contribuyen a que los niños wayuu —y muchos niños en la región— mueran de hambre y desnutrición; las mismas que permiten que empresas y particulares monopolicen las aguas y maten a los pueblos de sed; las mismas que se han aliado con fuerzas obscuras para apropiarse de las tierras de los campesinos víctimas de la violencia.

Los filtros éticos y estéticos son necesarios. La integración regional, por supuesto. Hay todo un arsenal cultural para defenderla. Pero no a cualquier precio, ni con los que han estado comprometidos con el descalabro de la región.

 

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