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El Coco

Sorayda Peguero Isaac
31 de julio de 2016 - 08:00 p. m.

Es un domingo por la tarde. Estamos en una antigua heladería italiana, sentados en una de esas terrazas que imitan los bitrós parisinos, con sillas de ratán, sombrillas de lona roja y pequeñas mesas de mármol apoyadas en patas de hierro.

Somos siete adultos con edades entre 30 y 43 años. En el grupo hay una pareja de padres primerizos que busca un colegio adecuado para su hijo de tres años. Los padres, que viven en un barrio barcelonés de clase media alta, se sienten abrumados por todos los factores que deben analizar: la distancia desde su casa hasta el colegio, si es un colegio bilingüe, si ofrece actividades extraescolares y servicio de comedor, si es público, concertado o privado... El padre del niño menciona que hay un colegio que él y su esposa descartaron desde el primer momento. No porque esté a 100 kilómetros de donde viven, porque consideran que su programa de estudios es obsoleto, o porque el menú del comedor contiene una cantidad alarmante de grasas saturadas. El problema es otro: “Hay muchos moritos y sudamericanos. Demasiados peques inmigrantes”, explica. 

La conversación queda suspendida en un silencio glacial. Mientras seis pares de ojos me miran con expectación, los míos están clavados en el rostro del hombre que pronunció la última palabra: inmigrantes. “Tú eres de otra clase”, me dice, como si me diera una palmadita en el hombro. Entonces, ¿los inmigrantes nos dividimos en categorías, y yo debo sentirme halagada por pertenecer a una “clase superior”? Algunos xenófobos creen que pueden pasar de incógnito. No van por la vida afirmando abiertamente: “soy xenófobo” o “soy racista”. Aprendieron a seleccionar la máscara más apropiada para cada ocasión. Intentan ser sutiles. Pero no siempre funciona. Piensan que los inmigrantes somos “los otros”. Piensan que somos “ellos”. Y como escribió el filósofo Zygmunt Bauman, “ellos siempre son demasiados. «Ellos» son los tipos de los que debería haber menos o, mejor aún, absolutamente ninguno”.

Europa afronta la peor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. El miedo y la falta de empatía se propagan como el polen en una primavera violenta. Algunos ciudadanos de la Unión Europea interpretan la llegada de inmigrantes como una amenaza para su seguridad y la estabilidad del sistema de bienestar de sus países. En Londres —según un artículo reciente del Diario.es—, el conductor de un autobús detuvo la marcha del vehículo y abandonó la cabina para increpar a una mujer española que hablaba por teléfono con su madre. El chofer le gritó que si quería continuar hablando su “lengua de mierda” debía subir a la parte de arriba del autobús. El mismo artículo dice que la Policía británica asegura que durante los cuatro primeros días del triunfo del Brexit, los incidentes racistas aumentaron un 57%.

Durante una conferencia que dio en 2008, en la Universidad de Bolonia, Umberto Eco habló sobre la necesidad ancestral de construir enemigos: “Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor”. En su disertación, Eco habló de “enemigos” célebres: judíos, gitanos, brujas, negros, mujeres y, por supuesto, extranjeros. Aunque para algunos somos la versión moderna del mítico Coco que espanta a los niños que no duermen, y aunque el miedo, la ignorancia y la falta de curiosidad respaldan los discursos populistas que arremeten contra los inmigrantes, impulsados por el amor, las guerras, las ansias de libertad o por puro instinto de supervivencia, los seres humanos no dejaremos nunca de emigrar. Así es. Así será. Así ha sido desde que los primeros hombres y mujeres partieron desde África para poblar la Tierra.

sorayda.peguero@gmail.com

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