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El desafío saudí

Daniel Emilio Rojas Castro
12 de julio de 2016 - 02:36 a. m.

La reconfiguración del poder internacional obliga a los saudíes a asumir desafíos inéditos para el futuro.

La posición del reino en el Medio Oriente y en el mundo es única: un Estado religioso y conservador que depende profundamente de sus vínculos con las democracias más poderosas de Occidente.

Situado en el mismo lugar donde se inició la expansión del Islám en el siglo VII, el reino de Arabia Saudita es una teocracia religiosa y una monarquía tribal gobernada por dos familias: los Al-Saud, que controlan el cuerpo político, y los Aal al-Shaykh, que se encuentran a la cabeza de la jerarquía religiosa. La vida social está caracterizada por la posesión de una poderosa industria petrolera y petroquímica (la empresa Saudi Aramco es la primera productora de crudo en el mundo) y por el wahabismo, una versión rígida y puritana de la fe islámica que ha nutrido decenas de islamistas radicales en el mundo (entre ellos Osama Bin Laden).

A nivel regional, y gracias a su posición económica y religiosa, Arabia Saudita es el único estado que puede oponerse a un Irán renovado y fortalecido por el fin del embargo y el desarrollo de un programa nuclear sólido. Guardianes de las dos ciudades sagradas del Islám (la Meca y Medina), los Saudíes profesan un sunismo que se opone y limita la difusión del shiismo iraní en Afganistán, Irak, Siria, Líbano y en varios de los países musulmanes del Mediterráneo central y oriental.

Para muchos la vieja alianza saudí con las potencias occidentales es una traición a los pilares democráticos de los EE.UU. y de ciertos países europeos, en particular de Francia. Alineado con los aliados en la Segunda Guerra Mundial y partidario del restablecimiento del diálogo con Israel, el reino ha cedido a muchas de las demandas occidentales sin por lo tanto haber permitido un afianzamiento mínimo de los derechos fundamentales o de las libertades civiles, ni para su propia población ni para los miles de inmigrantes que trabajan en condiciones cercanas de un servilismo asalariado y despótico. Si la alianza con varios de los miembros de la OTAN ha asegurado y asegura hoy parte de la seguridad del país, su cohesión interna depende de un islám radical, que desafía todas las declinaciones de los derechos humanos, de la modernidad política, y en general, todo el discurso democrático exportado desde Washington y París.

Pero ahora que los EE.UU. consideran a Asia como el centro primigenio de sus intereses, y que Irán sale de una situación de aislamiento para desplegar un vasto proyecto de influencia política y religiosa en el Medio Oriente, cabe preguntarse qué escogencias hará el gobierno saudí en materia de política internacional. Los saudíes deben definir qué tipo de relación sostendrán con Irán, una tarea compleja si se tienen en cuenta las divergencias que existen entre los dos países, y que no necesariamente se concluirá por una agenda de cooperación. La posición de Arabia Saudita frente a la cuestión siria será primordial en este terreno porque los saudíes apoyan la salida de Bashar al-Ásad del poder mientras que Teherán defiende su permanencia a la cabeza del gobierno. Por otro lado, Arabia Saudita requiere establecer un compromiso en materia de seguridad, que garantice que Irán no va a emplear su fuerza atómica o su poder religioso para arrinconarla en la escena regional.

No sería extraño que se dibujara una nueva alianza estratégica de Riyad con Moscú, Dehli o Pekín. La política exterior saudí se orientó a posicionar al reino como uno de los socios privilegiados de los países occidentales, pero el abandono progresivo de ciertas responsabilidades institucionales que los EE.UU. asumieron en la región y el regreso de Rusia a la geopolítica árabe lo obligan a repensar sus relaciones con el resto del mundo. Se trata, pues, de un gran desafío. 

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