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El efecto Clark Kent

Francisco Gutiérrez Sanín
19 de febrero de 2016 - 02:50 a. m.

Hace varios años, el señor Francisco Santos, por entonces vicepresidente de Álvaro Uribe, asistió a un foro sobre paz en Cali. En algún momento se quitó la corbata, y dijo que no iba a hablar como vicepresidente. A partir de ahí perdió todo auto-control.

Al auditorio le llovieron sapos y culebras, pero sin ninguna implicación oficial —o eso pensaba Santos Francisco—. Hace un par de semanas, cuando representaba al Gobierno colombiano en Estados Unidos, nuestro embajador en ese país dijo, refiriéndose a las Farc, que hubiera preferido derrotarlas, pero que ya que había proceso de paz... Eso sí, advirtió, presentaba sólo sus opiniones personales. Los otros días, cuando le preguntaron al señor Juan Manuel Santos por la opinión que le merecía el periodismo estilo Vicky Dávila, terminó respondiendo “no como presidente” sino como periodista. De manera no oficial —o eso creía Santos Juan Manuel— expresó su opinión negativa acerca de la Dávila. Cierto: Juan Manuel no perdió los papeles como Francisco. Y creo que lo que dijo fue bastante razonable. Esta fiesta de morbo amarillista tiene que tener un límite.

Aún así, hay un tema común que va de esta viñeta de Santos Francisco a la de Santos Juan Manuel, pasando por centenares de otras protagonizadas por personajes menos prominentes, que me inquieta profundamente: una precarísima noción de Estado, que lleva a que los funcionarios altos y medios crean que pueden despojarse de su identidad simplemente quitándose una prenda, como Santos Francisco, o haciendo tranquilas advertencias preliminares, cuando se trata de individuos con un histrionismo menos desarrollado que aquel. Hay muchísimos ejemplos de esto que llamo el efecto Clark Kent: te quitas la capa, y ya. “No hablo como superhéroe: llámame Clark”. Pero, por supuesto, esta es una ilusión ingenua y extravagante desde la perspectiva de cualquier Estado cuyos funcionarios tengan una mentalidad mínimamente moderna. No: el señor Santos Juan Manuel no puede hablar sino como presidente de la República. No: cuando Uribe amenazaba a un su amiguito con “romperle la cara marica” no conversaba de manera exaltada o amena, sino que disminuía fatalmente una investidura acerca de la cual tendría que saber que iba mucho más allá de él tanto en el tiempo como en el mundo de lo simbólico. No: a nadie le importan las opiniones personales del embajador colombiano en Washington (algún lector acucioso se acordará de cómo se llama): el interés en lo que piensa proviene exclusivamente del hecho de ser representante del Gobierno colombiano.

Alejandro Ordóñez encarna la cepa más virulenta y antipática del efecto Clark Kent. Como escuché con gran interés —aunque confieso que por momentos tuve que invocar una cierta dosis de estoicismo— las diez horas largas del foro ideológico del Centro Democrático, les puedo asegurar que el discurso más incendiario de todos los que se pronunciaron allí fue el de Ordóñez. Pésimo discurso, entre otras, balbuceante e inconexo, cosa que pone un punto interrogativo sobre su futuro electoral. Ignoro si este pobre hombre, cuya más reciente cruzada es querer impedir que los niños sientan curiosidad por el sexo —estoy recibiendo apuestas cien a uno a que la curiosidad le gana a Ordóñez—, tenga lo que se necesita para ser un candidato presidencial exitoso. Porque creo que eso es lo que quiere. Pero sobre eso es mejor no afirmar nada con seguridad: las preferencias evolucionan de manera inesperada. Como fuere, Ordóñez utiliza su investidura de manera abiertamente facciosa, con una descarada contabilidad por partida doble, y calzándose su capa de superhéroe extremista cada vez que le conviene. Sin consecuencia alguna. Porque para algunos la pertenencia al Estado es al parecer intermitente: de quitar y poner.

Obvio, este es un caso límite. Pero si los altos funcionarios no se toman en serio al Estado, ¿quién lo hará?

 

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