El fin del fin de la historia

Arlene B. Tickner
29 de junio de 2016 - 04:05 a. m.

A principios de los años 90 del siglo XX, el colapso de la Unión Soviética y el cierre de la Guerra Fría vaticinaron el triunfo del liberalismo político y económico y la intensificación de la globalización alrededor del mundo. El optimismo de Occidente fue tal que Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, ya que no quedaba en pie ningún competidor ideológico serio a la democracia liberal.

En el plano internacional, Estados Unidos siguió a la cabeza del orden de la post Segunda Guerra Mundial, cuyo fundamento en la existencia de reglas comunes, y la expansión del capitalismo y la democracia, era considerado el principal garante de la paz, la prosperidad y la libertad en el interior de la “familia liberal”. Por su parte, la concreción de la Unión Europea como sueño comunitario se convirtió en símbolo tanto de las bondades de la paz democrática como de las relaciones postsoberanas. Pese a no abarcar a todos los estados del sistema internacional, tales expresiones de liberalización e integración hacían pensar también que la mejor manera de administrar los rezagos del autoritarismo y el totalitarismo en el mundo (como China y Rusia) era mediante su asimilación.

Transcurrido tan sólo un cuarto de siglo, los cimientos de este “nuevo orden mundial” comenzaron a sacudirse. Una lista eterna de hechos globales —“guerra contra el terrorismo” en Afganistán e Irak; guerra de drones en Pakistán, Yemen y Somalia; invasión militar a Libia, crisis financiera, escándalo de Wikileaks y de espionaje, guerra civil en Siria, intervención rusa en Ucrania, proliferación nuclear, terrorismo fundamentalista, crisis de refugiados, revuelta popular global— ha hecho ver que las bases de la paz, la seguridad y el bienestar no son tan sólidas como parecían.

Paradójicamente, al mismo tiempo que Fukuyama celebraba el fin de la historia, Robert D. Kaplan advertía de la “anarquía” que venía. Según él, en las periferias del globo (en su caso, África) se producirían tales grados de sobrepoblación, escasez de recursos, enfermedad, criminalidad, migración y erosión de los estados que la principal amenaza estratégica de Occidente en el siglo XXI sería el contagio resultante. Si bien se trata de una interpretación soberbia y etnocentrista de la política mundial, que invita al racismo y la xenofobia, tristemente contiene algo de visión futurista.

El Brexit, más los otros referendos que éste puede animar, así como la duplicación de partidos nacionalistas de extrema derecha y del populismo de talante fascista en Europa y Estados Unidos, no se pueden entender sino como una reacción emocional visceral tanto a los efectos de la globalización (neo)liberal —entre ellos, la migración— como al sobredimensionamiento de sus potenciales beneficios. Se trata, ni más ni menos, del despertar de antiguos miedos racistas y xenófobos envueltos en un discurso de soberanía, que ponen de presente una de las contradicciones más profundas del orden liberal, y anuncian de paso el fin del fin de la historia.

Esta columna reaparecerá el 20 de julio.

 

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