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El fiscal

Juan David Ochoa
23 de abril de 2016 - 04:12 a. m.

Montealegre dijo cosas que entre el contexto nacional fueron profundas y precisas, calaban hondo entre la campante frivolidad que acaparaba todos los debates nacionales, sobre todas las coyunturas ambiguas, bajo todas las plataformas del poder, pero fue precisamente ese su error monumental, su némesis; opinar subjetivamente desde un cargo que representa justamente el equilibrio del poder y la diplomática vigilancia de los excesos.

Ese pequeño dislate, no tan pequeño en las frases agudas de un todopoderoso Fiscal General, le representó la caída y la ignominia, ignominia que puso a hablar hegemónicamente a los sectores más enemistados de la inamistosa política colombiana, y lo igualó, curiosamente en el país de las curiosidades ofensivas, a su archienemigo irredento, el también excedido, inamistoso y vulgar pero inderrocable Alejandro Ordóñez.

Montealegre opinó como un intelectual libre de cargos con responsabilidad política, enfrentó los poderes adversos con el mismo rasero de una convivencia rebajada al insulto y al estigma, y le entregó al Uribismo el argumento perfecto para su esquizofrénica y sucia teoría de la existencia de una persecución del Estado contra su partido. Sin quererlo, o queriéndolo incluso en su ya polarizado oficio de Fiscal resentido, subyugó al país bajo la idea generalizada de una persecución total y mutua entre los poderes, y afianzó la sospecha total en la ya realidad sospechosa de una tradición corrupta.

No fue tan desastroso como los otros jefes supremos de las instituciones cruciales que quedan, pero sembró el clima y la idea de que aquí algo huele mal, y desde arriba, sobre los olores fétidos de la justicia, y aunque haya dicho cosas profundas y precisas, todo queda inevitablemente destruido entre los estragos de su falta de cálculo.

La presidencia ahora nombra su terna: Yesid Reyes, Mónica Cifuentes y Néstor Humberto Martínez. Deja a un lado, estratégicamente, a Martha Lucía Zamora y a Jorge Perdomo en un inteligente matiz frente a las prontas denuncias de “persecución flagrante” que alegaría y que alegará el Uribismo ante todo lo que huela a marcada enemistad ideológica. Néstor Humberto tiene el tinte peligroso de ser más que cercano al también peligroso y sutil German Vargas Lleras, candidato oficial a una presidencia impredecible. Mónica Cifuentes, asesora jurídica en el proceso de paz, es el As poderoso y el plan B de su candidato oficial, el empapado ministro de Justicia en temas de negociación, Yesid Reyes, la pública carta diplomática a ocupar la silla vacía de una Fiscalía destrozada justamente por la desfachatez.

No ha habido en la historia reciente de Colombia una expectativa tan alta y tan nerviosa sobre la elección de un Fiscal General. Las razones son todas: inicia la historia más frágil un posconflicto sin precedentes, se inaugura un futuro en conceptos alternativos de justicia, y el cargo se enfrenta a la voracidad de una derecha enferma que hará lo que esté en sus glándulas de odio para encontrar el quiebre de su dominio, y el argumento exacto para empoderar su tesis de acoso: la idea de una justicia inútil para afianzar la necesidad de su retorno al poder.
 

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