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El futuro azaroso del contragolpe turco

Eduardo Barajas Sandoval
26 de julio de 2016 - 02:00 a. m.

Occidente no debería descalificar a Turquía por el simple hecho de no satisfacer integralmente los parámetros de su concepto de democracia, y tampoco debería ver su proceso como caso aislado.

Los observadores europeos y americanos se rasgan las vestiduras, unos por el hecho de que un grupo de militares turcos haya intentado tomarse el poder, y otros por la tremenda arremetida del contragolpe del presidente Erdogan. Todos parten de la premisa de que Turquía debería ser una democracia a carta cabal, bajo el modelo paradigmático de partidos políticos que compiten abiertamente sobre la base de propuestas de hondo, y a veces  no tan hondo, calado sobre la economía y la sociedad. Pero resulta que en Turquía, lo mismo que en Irak, en Siria, en Irán y en toda la región, existen unos parámetros que corresponden a una tradición propia, previa a las revoluciones americana y francesa, que sería bueno conocer antes de juzgar. Otra cosa es que todo lo que pase allí puede tener efectos de amplio espectro.

Mustafá Kemal, Atatürk, o padre de los turcos, consiguió la proeza de transformar un país regido por una mezcla de Islam y absolutismo en una república comprometida con valores políticos de corte occidental. Ciertamente les quitó el poder a los clérigos musulmanes, les destapó la cara a las mujeres y hasta fue capaz de introducir el alfabeto latino, para iniciar de verdad una nueva era. Así, Turquía empezó a figurar en el escenario como aliada y amiga de Occidente y pieza esencial del funcionamiento de la región más conflictiva de nuestra era. Conflictiva, entre otras cosas, por la ineptitud de las potencias coloniales europeas, que después de la Primera Guerra Mundial no supieron reemplazar el esquema del Imperio Turco Otomano, heredero por la fuerza del poder de Bizancio, que le dio a la región por varios siglos un poco de sosiego, así hubiese sido bajo su dominio.

Quienes hoy se disputan el poder en Turquía no son necesariamente representantes de partidos políticos como en Francia o la Gran Bretaña. Después de más de medio siglo de avance del modelo kemalista, esto es republicano, laico, afiliado a la OTAN y candidato a entrar a la Unión Europea, la discusión es otra. Ya quedaron atrás las disputas entre los “marxistas” y los “lobos grises”, que desde los extremos de izquierda y de derecha, respectivamente, se disputaban por el modelo económico y social que debería animar la vida de la nación. El proceso contemporáneo gira en torno al evidente avance de una versión propia del Islam, que en todo caso poco a poco ha vuelto a tener importancia e injerencia política, algo que implicaría el desmonte de algunos, o de pronto de muchos de los parámetros del ideal de Atatürk.

El intento de golpe de estado de la semana pasada no fue otra cosa que un esfuerzo por cambiar el rumbo que paulatinamente a querido imponer el presidente Erdogan, a quien se le atribuye la idea de instaurar su propio esquema, con el debilitamiento del sistema parlamentario y la mutación hacia un presidencialismo fuerte, en sus manos. Según la tradición de los militares en el contexto turco, es necesario recordar que el Fundador de la república les recomendó desde un principio a las fuerzas armadas la suprema vigilancia de la vigencia de su modelo. Y ese fue ya, en varias oportunidades, la excusa para que se produjeran golpes militares.

Erdogan ha considerado el levantamiento militar reciente como “un regalo de Dios”, que le permitirá, de una vez, “depurar” las fuerzas armadas, y de paso el servicio civil y el aparato judicial, y el mundo académico, y el de los medios de comunicación, de elementos “indeseables” que atentan contra el “desarrollo democrático” del país. Lo curioso es que, sin vacilación alguna, el propio Presidente no atribuye el intento de derrocarlo a los enemigos frontales de su proyecto, esto es a los kemalistas, sino a un antiguo aliado suyo, Fethulah Güllen, tan convencido, o más, que él de la conveniencia del avance del Islam dentro de la sociedad y la política. Tendencia de corte populista que ellos dos animaron y les llevó en su momento nada menos que al poder.

Lo cierto es que el “pronunciamiento militar” de hace unos días, que pareció más bien una comedia de equivocaciones, o un montaje según otras versiones, y que por fortuna no terminó en una dictadura militar abierta, ha proporcionado la excusa perfecta para que se acelere, sin quien se atreva a oponerse abiertamente, el proyecto político de Erdogan. Pero lo importante del asunto, y lo que debe poner a pensar a los grandes estrategas de la marcha del mundo, es que el proceso político interno de Turquía no tendría mayor relevancia si no estuviera animado por el avance del islamismo en un momento clave de la historia, cuando algunas versiones radicales de ese credo religioso, con profundas raíces en la sociedad y en la vida cotidiana, impulsan una controversia violenta entre el mundo musulmán y los que ellos consideran infieles.

En otras palabras, una Turquía “islamizada”, así se trate de una versión moderada, que hacia el futuro se puede radicalizar, significaría un cambio importante en la balanza del poder en el lugar clave del mundo que ocupa, donde limita con Grecia, Bulgaria, Crimea y Ucrania con el Mar Negro de por medio, Georgia, Armenia, Irán, Irak y Siria. Pero, aún más, traería consecuencias definitivas en el contexto ampliado de la infortunada controversia entre Islam y Occidente. Controversia que no debería existir, pues los principios bondadosos del Islam no difieren de los de las otras grandes religiones. Solo que quienes toman su fe como argumento de guerra y producen hechos de violencia inaudita, suscitan también la radicalización de algunos sectores del “mundo cristiano”, de manera que entre ambas nos pueden llevar a devolver el reloj de la historia hasta la época de las Cruzadas. Solo que con los instrumentos de comunicación y de guerra de hoy.

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