El gran malestar

William Ospina
10 de diciembre de 2016 - 09:00 p. m.

Cuando en el mes de marzo de 2016 los diarios mostraron que se había blanqueado la barrera coralina de Australia, muchos en el mundo tuvimos la sensación de que la hora definitiva está llegando.

Largo tiempo se creyó que el fin del mundo sería un solo evento catastrófico, una suerte de espectáculo cósmico como los que evoca Rafael Argullol en su admirable libro “El fin del mundo como obra de arte”. Lo que estamos empezando a ver más bien podría designarse como El gran malestar.

No carecerá de catástrofes: las erupciones volcánicas desde Islandia hasta Indonesia, el continente de plástico del Pacífico, la desaparición de los hielos del Ártico, el peligro alarmante del derretimiento del permafrost de Siberia que guarda frágilmente los mayores depósitos de metano del mundo, la muerte masiva de especies como lo que se ha dado en llamar recientemente el Apocalipsis de las abejas, pero el actual calentamiento global, cuyos diagramas nos alarman día a día, puede no consistir en un mero aumento de temperaturas, sino en un progresivo enrarecimiento de las condiciones de vida en el mundo.

Lo sentimos en el clima, con veranos e inviernos cada vez más alterados, con el desplazamiento de los mapas vegetales, con la modificación de los nichos de las especies de plantas y de insectos, con el extravío de bandadas y cardúmenes, con la mutación de los virus y la amenaza creciente de las pandemias.

Un planeta que durante milenios ha sido el escenario más propicio para la vida, para nuestra forma de vida, podría transfigurarse ante nuestros ojos en una morada inhóspita, de sol calcinante, de aire tóxico, de agua impotable, de pieles irritadas, de complicaciones respiratorias, donde los tejidos enloquezcan, los sentidos se alteren y los gérmenes escapen a todo control.

Alcanzada, como lo hemos logrado hasta ahora, la era de mayor seguridad en el transporte aéreo, con máquinas casi perfectas que alcanzan su destino con una precisión asombrosa, corremos el riesgo de que el aire, todavía apacible salvo en ligeras zonas de turbulencia, se llene de peligros imprevisibles. No queremos barreras de hielos súbitos, granizos intempestivos, turbulencias que podrían convertir la atmósfera en rizos más indóciles que las olas de Australia.

Ya los médicos advierten que la dádiva de los antibióticos, que hace medio siglo nos convencieron de que habíamos triunfado sobre las infecciones, no sólo podría revertirse, sino dar pie a una generación de bacterias y de virus reforzados. La vida tiene el deber de luchar y de defenderse en todos los organismos y en todas las especies. Si los gérmenes son un peligro para nosotros, no debemos olvidar que nosotros somos un peligro para los gérmenes, y que ellos tal vez sepan protegerse mejor.

La era de la dominación estúpida y carente de escrúpulos de los humanos sobre la naturaleza, podría dar lugar a una súbita mutación que vuelva a hacer de nosotros la más frágil de las especies. Y ello habrá ocurrido, asombrosamente, gracias a nuestro talento, nuestro saber y nuestra insuperable soberbia.

Es probable que sólo hayamos empezado a advertirlas cuando buena parte de las alteraciones ya estaban en marcha. No es fácil decir cuándo comenzó el ser humano a ser consciente de sus propios maleficios. Cuando Isaac Asimov y Frederick Pohl escribieron alarmados su libro La ira de la tierra, ya todo estaba seriamente alterado. Cuando en 1959 Aldous Huxley lanzó sus tremendas advertencias en las conferencias de Santa Bárbara, California, a las que llamó La situación humana, ya muchos males estaban declarados. Cuando Humboldt, a mediados del siglo XIX describió la tierra como un organismo viviente, en el que todo depende de todo, en el que no hay movimiento que no tenga su réplica ni fenómeno que no aliente su contrario, ya estábamos advertidos de que toda alteración del equilibrio forzosamente producirá consecuencias.

El planeta sabe equilibrar sus fuerzas, pero estaríamos locos si pensáramos que lo hará en beneficio de alguna especie en particular, y menos de aquella que está alterando todo de un modo destructivo. La condición única de la vida es el equilibrio original, toda alteración arbitraria y sobre todo excesiva despertará fuerzas que no pueden sernos propicias: el mundo se equilibrará sacrificándonos. Si la tierra se convirtiera en un nicho rojo de selvas tóxicas, o en el desierto que anunciaba Nietzsche, la tierra lo aceptará como su nueva realidad, exactamente al modo como la barrera de arrecifes coralinos de Australia se está convirtiendo ante nuestras cámaras en una muralla blanca de corales muertos donde ya las algas no encontrarán sustento ni exhalarán oxígeno a la atmósfera.

El calentamiento global no es otra cosa que una fiebre planetaria, pero toda fiebre es el síntoma de una enfermedad que puede minar, no apenas la salud de unas especies, sino la totalidad de la vida. Como lo sintió Humboldt, hay un continuum de la vida planetaria. Se ofrece ante nuestros ojos bajo la apariencia de seres individuales, de especies perfectamente diferenciadas, pero sin duda unas especies son complementarias de otras, toda selva es un diálogo de fuerzas, formas, sustancias, ritmos y metabolismos, y por eso cuando nos dicen que un ecosistema sólo está completo si hay felinos en él, nos están señalando que un tigre, un jaguar o una pantera, no son criaturas particulares sino la manifestación de la salud de un sistema viviente. Son partes significativas de un todo, y a lo mejor la muerte de los jaguares puede comenzar con el palidecer de ciertas flores, el debilitamiento de ciertas piedras, el enrarecimiento de ciertas algas o el silenciarse de ciertos cantos de aves.

Una mirada amplia y humana, al oponerse a los esquemas de rentabilidad y de rendimiento, parece regodearse apenas en la contemplación, y a los ojos de los gerentes de lo útil roza los vértigos del misticismo y de la superstición. El gran Leviatán sólo respeta a la ciencia cuando ésta le sirve como instrumento para sus designios: cuando el conocimiento contraría al poder, no sólo corre el riesgo de ser negado, sino que acabará siendo calumniado por la propaganda industrial.

Cristo dijo en su tiempo que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Lo singular de esta época es que ahora el César quiere lo que es de Dios, y ha llegado el momento de gritar que no podemos aceptar ese trato.

Esta semana comienza a circular el libro “Parar en seco”, sobre el trasfondo cultural del cambio climático. Este es el primer capítulo.

 

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