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¿El horror de discriminar o la armonía de incluir?

María Antonieta Solórzano
17 de julio de 2016 - 02:00 a. m.

¿Nos atreveríamos a construir un mundo donde nuestros descendientes tengan el derecho de ser incluidos?

Estamos tan acostumbrados a pensar que vivimos en un mundo habitado por ellos y nosotros, un mundo donde con facilidad se dice tú acá y yo allá, que no notamos que esta cándida formulación abre el camino de la discriminación, ese particular mecanismo mediante el cual nos convertimos en la norma y ellos, los diferentes, son lo que no se debe ser.

Lo delicado es que esa arbitraria condición hace que “ellos” tengan menos derechos. Ser discriminado es sin duda una experiencia dolorosa, pero lo más grave es que llega a poner en peligro la vida misma. Rechazar a otros es una acción arrogante y desalmada que nos vuelve cómplices de esparcir una suerte de crueldad soterrada que amenaza la estabilidad y la seguridad de cualquiera de nosotros.

Son muchos los niños y los adultos que sienten miedo al rechazo. Es increíble que desde cambiar de colegio en la infancia hasta llegar como forastero a un lugar exija un esfuerzo adaptativo de grandes proporciones.

Y es que sabemos y admitimos que cualquier característica que nos convierta en diferentes a la norma resulta peligrosa. Pueden discriminarnos por ser morenos o rubios, flacos o gordos, inteligentes o necios, pobres o ricos, latinos o anglosajones. Al ser conscientes de la diferencia, resulta heroico sentirse seguro y confiado.

El vergonzoso camino de la exclusión y la discriminación somete a la pobreza a pueblos enteros, expulsa de sus territorios a millones de familias, asesina a miles de diferentes y convierte la historia personal y social de la humanidad en una cadena infinita de violencia, la esclavitud o el holocausto. La protagonista es la violencia con todas sus máscaras y sus racionalizaciones.

La discriminación, insisto, usa cualquier excusa para hacer del horror una práctica posible: la raza, la clase, el género, el origen geográfico, la filiación política o religiosa, la edad pueden servir para negar al diferente la condición de ser humano legítimo.

Escapar a este sutil entrenamiento que nos hace cómplices de la barbarie es un imperativo. Olvidamos lo esencial: “nosotros y ellos formamos un gran nosotros”, donde todos somos necesarios para la evolución de la conciencia de la humanidad y sólo el diferente arroja luz sobre la propia ignorancia, sólo el diferente nos enseña a reconocer matices que llevan más allá de los limites.

Sabemos que es ilusorio imaginar la eternidad de cualquiera que sea nuestra condición de privilegio. En algún punto necesitamos ser incluidos e incluir. Sólo así podremos construir un mundo armónico donde nuestro destino y el de los otros honre nuestras diferencias.

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