El juicio de la historia

Oscar Guardiola-Rivera
30 de noviembre de 2016 - 03:20 a. m.

El juicio de la historia se repite. Mientras algunos románticos saludan su partida como la de un héroe lírico o piden olvidarlo, repitiendo aquello de que nada sublime puede esperarse del sur, los burócratas literarios que saben bien lo que la sociedad del espectáculo espera de ellos actúan su papel de juez y jurado en el fin de la historia. “Dictador, patriarca otoñal, tirano”, repiten. Sus palabras como metralla de plumas convertidas en armas del odio y la violencia que tanto dicen odiar.

Vargas Llosa afirma sentencioso “la historia no le absolverá”, inconsciente de la fuerza performativa de esa frase que le convierte en juez y jurado al final de la historia. Como esperábamos. El escritor, que cree ser libre, termina así cumpliendo su papel prescrito de antemano. El debate es viejo: ¿existe el albedrío? Sólo las condiciones de la pregunta han cambiado: ¿existe el libre albedrío en el capitalismo y la sociedad del espectáculo, o sólo la ilusión de decidir por sí mismo? Si las opciones están dadas de antemano, ni libertad ni mucho menos verdad. Al contrario, se trata de una opción forzada y de eso que los filósofos de antaño llamaban “la tiranía de la opinión”.

Entonces, ¿quién es el tirano?

García Márquez triunfa donde Vargas Llosa fracasa, el muerto sobre el último de los príncipes literarios vivos. Para José Arcadio Buendía, nos cuenta, una batalla en la cual los adversarios han anticipado las reglas y el resultado carece de sentido. Pues cualquier opción dentro de esas reglas es forzada. Acordarlas implica entrar a la batalla política en sus términos, aceptar la cooptación y la derrota. Aquí, la moderación y el centro significan perder antes de dar inicio al enfrentamiento.

Del muerto, no el escritor sino el otoñal revolucionario, pueden decir sus enemigos que fue “un rey sin corona y que confundía la unidad con unanimidad”. Pero su apelación al juicio de la historia tuvo lugar en un tribunal de leyes y debe entenderse en ese contexto. De hecho, en su contra, pues pertenece a una tradición retórica disruptiva que abogados y situacionistas radicales hicieron suya a fines del siglo veinte. Consiste en cuestionar la legitimidad de las reglas cuya legalidad acepta la mayoría mediante el recurso a una ley más alta: la de instituciones que el argumentador proyecta en el futuro y que espera realizar aquí y ahora. Así lo usaron Debord, Vergés y ese otro revolucionario otoñal, Nelson Mandela.

Pero proclamarse país defensor de los derechos de los cubanos cuando se mantiene abierto un campo de torturas en Guantánamo, o juez y jurado que conoce de antemano el resultado de la historia es no haber aprendido la mejor lección ilustrada: el veredicto de la historia aún está por verse. Por eso podemos cambiarla.

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