El más arriesgado Nobel de la Paz

Ricardo Bada
09 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.

Seis han sido los Premios Nobel de la Paz con que el comité del Storting (Parlamento noruego) ha galardonado a otros tantos latinoamericanos desde 1901.

1936: Carlos Saavedra Lamas, canciller argentino, como mediador en el conflicto entre Bolivia y Paraguay. 1980: el también argentino Adolfo Pérez Esquivel, fundador de organizaciones de derechos humanos no violentas para luchar contra la junta militar que gobernaba su país. 1982: García Márquez recibe el de Literatura, y el de la Paz el mexicano Alfonso Pérez Robles, junto con la sueca Alva Myrdal, por sus roles cruciales en las negociaciones de desarme de la ONU.

1987: Óscar Arias, presidente de Costa Rica, por su tarea pacificadora en Centroamérica, que condujo al acuerdo firmado en Guatemala. 1992: casi como reverencia simbólica al Quinto Centenario, la indígena guatemalteca Rigoberta Menchú por su desempeño en pro de la justicia social y la reconciliación etnocultural. Y por último, 2016, el presidente Juan Manuel Santos, “por sus grandes esfuerzos para finalizar la guerra civil de más de 50 años en Colombia”.

A 24 horas de la entrega del galardón en Oslo, quiero evocar no sólo esas seis premiaciones sino, sobre todo, aquella de la que mañana se cumplirán 80 años. La más arriesgada de cuantas ha discernido el comité del Storting a lo largo de más de un siglo: el Nobel de la Paz de 1935, otorgado con un año de retraso a Carl von Ossietzky, un periodista alemán, pacifista sin tacha, y en esos momentos prisionero de la Gestapo.

Encarcelado como castigo por el delito de traición a la patria, consistente en haber denunciado en su semanario, Die Weltbühne (La Tribuna Mundial), el rearme del ejército alemán, Carl von Ossietzky sale amnistiado de la cárcel el 22 de diciembre de 1932. Un mes después llega Hitler al poder, y Von Ossietzky es encarcelado de nuevo, yendo a parar de la cárcel a diversos campos de concentración y de ellos a clínicas y hospitales, desahuciado a causa de la tuberculosis que acabaría con su vida. Pero la opinión mundial no lo olvidaba, y gracias a las gestiones de un periodista y exiliado alemán en Noruega, de nombre Willy Brandt, el Comité del Storting terminó reconociéndole en 1936 el Nobel de la Paz del 35, con carácter retroactivo.

El régimen nazi se empeñó al más alto nivel (Göring) en que Von Ossietzky rechazase el premio, pero él se negó de la manera más firme, y lo aceptó. Para mí ha sido, desde que conozco el caso, uno de los mayores ejemplos de lealtad consigo mismo. Tuvo varias veces la ocasión de huir de Alemania, y no lo hizo; eligió libremente morir por sus ideas. Al aceptar el Nobel por ellas, nos las dejó en herencia. Y el deber de defenderlas.

 

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