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El No de los colombianos

Danilo Arbilla
06 de octubre de 2016 - 11:31 p. m.

En noviembre de 1970 entrevisté en Bogotá, en el Palacio San Carlos , al presidente conservador Misael Pastrana Borrrero.

Con él se cerraba el ciclo de cuatro períodos presidenciales, con alternancia entre liberales y conservadores, para la afirmación institucional tras la dictadura del Gral. Gustavo Rojas Pinilla. Al final de la entrevista el presidente Pastrana me preguntó sobre la “difícil“ situación que se vivía en Uruguay por la guerrilla “tupamara”. En esos momentos, y en la materia,  el mayor problema de Colombia era el de los “esmeralderos”; más que los movimientos revolucionarios o los narcotraficantes. Ni sospechaba el presidente  lo que se le venía.

A fines del 1991 entrevisté al presidente Cesar Gaviria Trujillo, en Bogota, pero esta vez en el Palacio Nariño. Por esos días Pablo Emilio Escobar Gaviria, el jefe del Cartel de Medellín, ante el riesgo de ser extraditado a los EEUU resolvió  “fugarse“ de la cárcel que él mismo había construido  para su alojamiento. Operaban entonces distintas bandas ilegales:  narcotraficantes,  dos  movimientos revolucionarios  de izquierda, las “autodefensas unidas de Colombia” (fuerzas paramilitares de extrema derecha) y hasta algunos esmeralderos, todavía. Pero la “guerra” era con los “narcos” .

Un año antes había viajado a Bogotá para  dar una charla a periodistas de El Espectador. Les hablé de equilibrio, de equidistancia periodística, de no involucrarse, de no tomar parte. Escobar había asesinado a su director y volado las instalaciones del diario. Me miraban como si recién hubiera llegado de la luna.

Es difícil opinar de afuera sobre Colombia y los colombianos.

Porque también es un hecho que, aparte de los tan mentados 50 o 60 años de guerra, Colombia hace 60 años que vive en democracia. Y democracia en serio, no de las que han pululado en los últimos años. Con violencia o no, que la han sufrido, y cómo, en Colombia  religiosamente se realizan elecciones libres –todas las que marca la Constitución-, la prensa informa, con las limitaciones inevitables que puedan generar en cada caso  la violencia y un “estado de guerra”, pero sin censura o interferencias gubernamentales y  rige una total  autonomía e independencia entre los poderes del Estado. Pocos o casi ningún país del continente puede exhibir semejantes credenciales.

Y en este país  sus ciudadanos acaban de decir que no a una propuesta de acuerdo  entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), por el cual estas renunciaban a la vía violenta a cambio de una muy amplia amnistía, una cuota de cargos públicos y subsidios varios.

Todo fue muy bien presentado. Con la bendición de Obama y de Francisco I, que últimamente aparecen en primera fila en todas las estampitas, más el secretario de la ONU,  personalidades y jerarcas del mundo entero, revolucionarios de ayer y de hoy, algún país escandinavo que desinfecta y con  La Habana como escenario (el viejo Fidel, increíblemente aparezca o no, sigue firme en las estampitas).

A todo el mundo le pareció bien.  A todo el mundo, de afuera, pero a  los colombianos no. Y no importan los porcentajes. Visto todo lo ”que puso” en juego el gobierno de Santos, lo de los del No fue una hazaña.

 Quedó claro asimismo, que el poder de convocatoria de  Santos, aun con todo el aparato estatal y los apoyos “off shore”, ni se acerca al de Álvaro Uribe.

 Aparentemente otra vez la humildad le ganó a la arrogancia. Pero es más que eso. No se limita a darse el gusto de rebelarse, de decir “no” a los que creen que a la gente se  les puede llevar de las narices. Hay más y debe verse desde más atrás.

Ciertamente con la asunción de Santos y la continuidad del uribismo y unas Farc en retroceso, los colombianos, hace menos de una década, veían que todo estaba dado para alcanzar una paz. Una paz justa y  no tan negociada.

 El rápido giro de Santos con “su nuevo mejor amigo” Hugo Chávez, los sorprendió. Sobre todo cuando los mejores amigos de Chávez y el chavismo siempre fueron los miembros de las Farc y nunca han dejado de serlo.  Puede, entonces, que los colombianos  hayan visto todo este  proceso de paz, con Venezuela  como país garante y La Habana como sede, demasiado contaminado de bolivarismo. 

 El hecho es que unos revolucionarios casi en retirada pasaron a negociar de igual a igual con el gobierno legitimo – fortalecido y bien posicionado- y consiguieron algo que ni en los mejores momentos hubieran soñado: impunidad, escaños, subsidios.

Visto así lo ocurrido, es entendible que la mayoría de los colombianos se desinteresaran o que  no creyeran que este acuerdo entre el gobierno de Santos y las FARC fuera efectivamente el acuerdo de paz definitiva que Colombia necesita.

 Fue una negociación muy desbalanceada, y  cuando eso ocurre, es difícil pensar en acuerdos duraderos.

 

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