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El odio nacional

Felipe Zuleta Lleras
21 de noviembre de 2015 - 03:51 a. m.

Definitivamente a los colombianos nos pasa algo muy raro.

Pasamos en segundos del amor al odio, como si esto fuera lo normal. Lo digo porque esta semana viendo el partido de fútbol y siguiéndolo por las redes, vi cómo a medida que transcurría el partido, los muchachos de la selección empezaron a ser víctimas del matoneo mediático.

Este, claro está, es sólo uno de los casos. Pero así pasa con todo cuanto acontece en Colombia, que la verdad no es poco. El odio parece ser el motor que alimenta a millones de colombianos que no pueden tener un minuto de sosiego en medio de su cotidianidad.

Es una especie de enfermedad que nos afecta a todos y que, ciertamente, no es agradable ni divertida, como no lo son las dolencias. La capacidad destructiva que tenemos es inconmensurable. No le encontramos nada positivo a lo que nos pasa. Criticamos a todo el mundo por cualquier cosa. Los funcionarios nos parecen malos, los colegas envidiosos, los amigos odiosos, los subalternos malos, los jefes detestables. En fin, la lista sería interminable.

Con esta actitud resulta realmente muy difícil que podamos, como Nación, salir adelante. La ausencia de propósitos comunes, al menos uno, nos van llenando de un escepticismo que finalmente acaba por enfermarnos. La envidia y el odio van de la mano. Parecen hermanos gemelos y, de no ser porque es una barbaridad decirlo, pareciera que los colombianos tuviéramos un gen que las cargara y nos hubieran sido transmitidas.

Algunos lectores me dicen que en no pocas oportunidades muestro mucha desazón en mis escritos. Y sí, eso es cierto. La cotidianidad de mi oficio como periodista me expone muchas horas del día a las noticias y a las redes. Y tal vez allí es en donde más se perciben estos defectos.

Trato de entender las razones. Me he remontado incluso hasta nuestros indígenas y he encontrado que, por ejemplo, los indios Caribes se comían a las otras tribus. Agréguenle a esto la violenta conquista española que arrasó con todo cuanto encontró, no propiamente por razones altruistas. Para ello, como decía alguien, no llegó lo mejor de los españoles, pues a estas tierras mandaron a los presos, las putas y los notarios que iban dando fe de las atrocidades de los chapetones.

No soy sociólogo ni historiador. Sólo un observador de lo que acontece en el país a diario. Y por esto me resulta increíble que, a esta altura del paseo, todavía haya millones de colombianos que se opongan al proceso de paz. Como si la guerra fuera ese alimento que los nutriera. Entiendo que odien a la guerrilla, pero me resulta inexplicable que no sean capaces de perdonar.

En fin, tal vez estas reflexiones le importen a pocos, pero honestamente prefiero la gente con actitud positiva, los que ven un futuro mejor, los que creen, los que, como yo, piensan que este país es una maravilla que merece, al menos, una oportunidad.

Por eso, declaro que no me gustan las personas que, cuando se desmayan, no vuelven en sí, sino en no.

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