El periodismo en español (I)

Miguel Ángel Bastenier
05 de junio de 2016 - 02:00 a. m.

El conocido periodista norteamericano Jon Lee Anderson ha publicado recientemente la historia de la wagneriana destrucción del Estado libio, la virtual desaparición de un país, y aunque el trabajo es excelente, su importancia viene centuplicada por el hecho de que lo haya hecho en inglés.

El idioma en el que se escriban los textos de pretendida difusión internacional constituye en una proporción decisiva la clave de su éxito, o lo que es lo mismo, idéntico texto en búlgaro, dicho sea con todo el respeto a la lengua nativa de Elías Canetti –junto con el ladino—, es, por definición, un material periodístico de mucha menor calidad que su versión en inglés, porque hay lenguas que como han creado el mundo son las más adecuadas para contarlo. El propio Kapuscinski, posiblemente el mejor reportero del siglo XX, no existió hasta que apareció en inglés.

En el mundo occidental hay tres lenguas, ni mejores ni peores como artefactos de comunicación que cualesquiera otras, que la historia ha fabricado para que vehiculen la información de manera única y excepcional. Son inglés, francés y español, las tres lenguas imperiales de Occidente aunque es cierto que una de ellas, el inglés, figura enormemente destacada; otra, el francés, jadea por momentos; y la castellana está aún en proceso de universalización. No es cuestión de verbos, predicados o conjugaciones irregulares, sino de lo que ha expresado cada una de esas lenguas de manera única y prioritaria, forjándose a sí misma en el proceso: el inglés, el mundo de la revolución industrial; el francés, la diplomacia y el concierto de las naciones; y el castellano o español, la invención de un mundo nuevo, América Latina. Solo se puede expresar plenamente la peripecia del continente dos veces americano en español, y perdón por no haberlo singularizado antes, de manera complementaria, en portugués. Cada lengua llena las páginas que llena en el libro de la historia.

La lengua española inventada en España y posfabricada, no ya de una sino de unas cuantas maneras diferentes en el universo latino o iberoamericano, tiene características muy propias dentro del acervo occidental, como son los sonidos de la ‘jota’ y la poderosa erre, que yo no sé si condicionaron la forma de narrar el continente o el continente encontró en su percutante realidad su expresión más completa. Pero es hoy la forma que tiene Macondo de mostrarse a la Humanidad.

Hablar de idioma latinoamericano, como hacía un instituto de enseñanza de idiomas en el Reino Unido, cuando yo moraba por allí, es una solemne tontería, pero no porque no exista la especificidad lingüística latino o iberoamericana, sino porque son varias y diferentes entre sí. Lo más parecido al castellano clásico en esas tierras es, cuando menos en la pronunciación, lo que se habla en la meseta central colombiana —¡siempre la meseta!—, lo más castizo el colombiano costeño, y lo más alejado, algunas formas del argentino, sobre todo porteño. Y que quede muy claro que todo ello no es ni bueno, ni malo, sino que, simplemente, es. Pero, con todo y esas diferencias, yo diría que hay características suficientemente comunes que nos permiten hablar del periodismo de América Latina.

De Río Bravo, en las lindes con EE. UU, a Tierra del Fuego en la extremidad austral, con la previsible excepción bonaerense, porque en el Río de la Plata el virreinato llegó casi en vísperas de la independencia y esta es una historia de virreinatos, el español escrito padece el síndrome de lo que yo llamo ‘el chip colonial’; la inflación del lenguaje administrativo, la manera de dirigirse al súbdito, que no ciudadano, de la Corte, del poder, que hablaba enrevesado porque su propósito no era hacerse entender, sino obedecer; que, si se podía decir algo en seis palabras en lugar de dos, empleaba siete, confundiendo retórica con cultura y tirando de prolija complicación para el ordeno y mando. No digo, por supuesto, que se escriba hoy en los papeles como hace dos o tres siglos, pero que el apogeo del vericueto, la falta aparente de urgencia, la fabricación sucesiva de prólogos antes de meternos en faena, sigue siendo hoy un meandro discursivo a drenar en buena parte del periodismo latinoamericano. Y ese español periodístico es el que hoy habría que depurar, pero sin restarle ni uno de sus elementos característicos de invención lingüística y genio nacional, para hacer, así, de nuestra lengua la mejor interpretación posible del mundo en que vivimos. Pero de eso habrá que hablar con mayor detenimiento en un próximo artículo.

 

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