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El populismo desvestido

Juan Manuel Ospina
10 de diciembre de 2015 - 04:11 a. m.

Los hechos políticos sucedidos y por suceder en la política latinoamericana, desnudan las inconsistencias de fondo del populismo, estructurales si se quiere.

 Se trata de una forma de gobernar necesariamente coyuntural o la inicial de un proceso de transformaciones posibles cuando fallan o se debilitan la política o la economía, pero que no puede pretender permanecer indefinidamente. Por esa razón era previsible el desmoronamiento del “socialismo del siglo XXI”, acelerado con el final de una década de “boom” de precios mundiales de los “commodities”.

En lo económico, las inconsistencias estructurales de una propuesta de socialismo con entraña populista, radicaron en que el sello principal de la gestión pública de estos gobiernos, de Venezuela a Argentina, con la notable excepción de Nicaragua, fue un significativo aumento del gasto público con un marcado sabor social/redistributivo, alimentado con los mayores ingresos del país producto del boom decenal de los precios mundiales de las materias primas exportadas, principalmente minero – energéticas, y no por la transformación - en términos de fortalecimiento, diversificación y/o ampliación - de la capacidad productiva de las economías nacionales, que por el contrario acabaron “reprimarizadas”, por su alta dependencia de la producción y exportación de materias primas de origen natural.

No solo se reprimió la inversión privada, satanizándola y castigándola tributariamente, sino que no se acrecentó la pública; los gobiernos populistas privilegiaron la distribución social de los ingresos de la Nación, endeudamiento y emisión incluidos, por sobre la inversión pública productiva.

Todo con el trasfondo de una corrupción de marca mayor, al menos en Venezuela, Argentina y Brasil, no vista ni en los tiempos de las dictaduras. Corrupción que desvió aún más recursos de la inversión, ya no a las manos de los pobres sino a los bolsillos de los nuevos ricos y poderosos, los validos de un poder que manejó la riqueza pública a su amaño.

El populismo, sea de izquierda o de derecha (el conocido binomio “Pueblo – Fuerzas Armadas”) siempre enarbola la bandera del nacionalismo y del antiimperialismo que acrecienta su sabor popular, aunque muchas veces no pase de desplantes oratorios al poderoso, para complacer a sus electores y aprovechar el almita nacionalista que todos llevamos adentro. Con ello sin embargo, tocaron una fibra y una realidad fundamental, sobre todo en estos tiempos de globalización en manos de las grandes corporaciones transnacionales, que ya ni patria tienen y en donde el poder financiero es la voz cantante. Debe reconocérsele al “Socialismo del Siglo XXI” haber colocado en el centro de la agenda político – económica la necesidad de retomar o al menos señalar el camino, perdido en los últimos treinta años, del fortalecimiento regional (”La Patria Grande”) a partir del reconocimiento de identidades, problemas y expectativas comunes, que dan fortaleza para enfrentar un escenario mundial contradictorio y hostil.

El populismo surge cuando el campo político está cuestionado por el desgaste de los partidos y de una democracia representativa debilitada cuando no francamente deslegitimada, atrapada en sus formalismos y alejada de los reclamos de unos ciudadanos reducidos a su condición de simples votantes. Es el escenario para el líder que hable duro y claro y denuncie las inconsistencias e incumplimientos de la vieja dirigencia, con sus corruptelas y triquiñuelas. Un líder con la imagen de decisión, honradez y compromiso sincero con los intereses de la Nación y del pueblo históricamente engañado y traicionado. La trilogía que se instala es contundente: un líder y un estado fuertes y un poder personalizado como de padre, que barre las insuficiencias de las instituciones y las medias tintas de los políticos convencionales. Un líder dispuesto a compartir todo menos el poder.

Ese escenario llega a su fin por la acción combinada de tres factores: la corrupción de los otrora incorruptibles, el hartazgo ciudadano con la arbitrariedad y autoritarismo de gobernantes que se creen irremplazables y llamados a gobernar hasta el fin de los tiempos; y un manejo económico sostenido artificialmente en el maná de los altos precios internacionales que, una vez concluidos, destaparon la ausencia de una política económica autónoma y transformadora. Se abre para el 2016 la incertidumbre de una transición que todavía no se define.

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