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El republicano y el Péndulo

Juan David Ochoa
30 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

Desde que el tiempo es tiempo en los Estados Unidos de la diversidad y la rivalidad de las tendencias, el péndulo político del poder ha movido sus ciclos entre un periodo de republicanismo extremo y un periodo siguiente de revelación demócrata, repitiéndose el ritmo de respuestas y respuestas entre los dos partidos para demostrarse los errores garrafales que nunca debieron cometerse, y lo que pudo hacerse mejor desde el ángulo opuesto.

Suele pasar en todos los lugares y en todos los rincones donde la política realza la rivalidad natural, pero la extrema diversidad de las visiones hace de esta historia un show mediático que de repente toma tintes peligrosos, y en otros toma aires de ampulosas esperanzas de progreso.

La puja se remonta hacia la dupla entre Woodrow Wilson y Warren Hardin, entre los 14 puntos propuestos por el primero para concretar el pacifismo en Europa después de la catástrofe de la primera guerra mundial, una de las causas de su premio Nobel de Paz, y las estrictas políticas anti-inmigración del republicano Hardin, con las que quiso impedir desde todos los ángulos la llegada del mundo exterior a sus fronteras. Sucedió después con los mismos niveles de choque entre Herbert Hoover y su imposición a ultranza de la Ley Seca que desangró al país hasta los límites del morbo, y Franklin Roosvelt y sus políticas sociales volcadas a la educación, a las infraestructuras públicas y a una diplomacia paradigmática.

El arribo de Obama al poder fue el caso ampuloso de progresismo a niveles inesperados por el rompimiento definitivo con los rezagos de una exclusión racial que alcanzaba incluso las épocas mismas de su elección en algunos Estados peligrosamente puristas, pero la sustancia y el plus de su llegada fue agigantada por el contraste con su antecesor; el cowboy de botas y pistolas colgadas en su correa de acero y de republicano duro, George W. Bush, quien venía de dinamitar el medio oriente buscando petróleo y armas fantasmales.

La puja parece continuar ahora con todo el alarde irónico que la historia suele hacer cuando el mundo tiende a definirse en el cenit de la estabilidad humanista para demostrarle que las cosas pueden ser más cómicas o peligrosas de lo que la razón predice: en la nebulosa de la posibilidad aparece el ultra republicano atizador de xenofobias y exclusiones financieras Donald Trump: un esquizoide outsider que, por el mismo hecho de ser alterno a las castas políticas tradicionales, ha cobrado notoriedad entre las decepciones, y ha ganado los públicos que gozan con ver a una figura emblemática decir lo que un retrogrado común no puede hacer con la misma resonancia.

Aunque sus rivales de partido, Ted Cruz y Marco Rubio, parecieran ir ganando imagen y posición por sus contrastes con la cada vez más inconcebible desfachatez del magnate escupidor, Trump está allí aún, ganando aplausos extraños y masivos por un discurso alterno que puede ser elegido en el país de las sorpresas.
Los analistas del momento lo consideran un demente sin posibilidades políticas reales. Lo mismo decían los analistas alemanes cuando un demente de bigote sui generis, después de la primera guerra, lanzaba arengas xenófobas en las cervecerías de Munich, y ya sabemos lo que fue del mundo.

 

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