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Feministas bolcheviques

Mauricio Rubio
19 de mayo de 2016 - 02:14 a. m.

Un insulto en boga, feminista nazi, es un oxímoron; las feministas bolcheviques sí existieron, y fueron apabulladas por sus camaradas. Eso les está ocurriendo a las farianas.

Como algunas rebeldes del M-19, las bolcheviques provenían de hogares favorecidos, cultos, donde desafiaron temprano la autoridad. De miles de rusas que lucharon por la mujer antes de 1917, se recuerdan dos: Alexandra Kollontai, del primer gobierno comunista, y Nadezhda Krpuskaya, esposa de Lenin. Las demás fueron olvidadas. Bárbara Evans Clements estudió a estas mujeres que buscaban igualdad con los hombres, y cuyas reivindicaciones fueron aplastadas por la burocracia totalitaria. Sus grandes desaciertos: subestimar el militarismo, callar los excesos y creer normal la concentración de poder en pocas manos masculinas.

Aunque mostraron tverdaia -dureza, inclemencia, poco sentimentalismo- renunciaron a la crítica y al disenso. Ser buena comunista exigía eliminar discrepancias con la dirección, cumplir órdenes, sacrificar la identidad. El poder femenino fue máximo en la clandestinidad y se esfumó con la guerra civil: los bolcheviques optaron por la dictadura y, con retórica igualitaria pero estrategia militar, siempre machista, silenciaron y apartaron a las mujeres, intelectualmente mejor preparadas. Según Clements, ellas, más que los hombres, “provenían de los estratos medios y altos de la sociedad rusa y estaban bien educadas”.

Una de las pocas que aguantó, Rozaliia Zalkind, Zemliachka, era hija de un rico comerciante. Rebelde precoz, a los cinco años celebraba en su hogar el asesinato del Zar. A los catorce leía textos revolucionarios guiada por sus hermanos. Siempre promovió que los bolcheviques no cedieran en nada, ni colaboraran con otros partidos. Aceptó el tutelaje de Lenin, llegando a ser una de sus amantes. Su éxito se basó en apoyar incondicionalmente a los líderes, incluyendo a Stalin. Fue “entusiasta participante en las atrocidades cometidas por el partido durante la guerra civil y en los años treinta”. No le molestó hacer parte de un símil de ejército jerárquico y autocrático. Llegó a la cúpula de la temible policía política responsable de varias purgas. “En medio del sufrimiento, Zemliachka floreció”, anota Clements.

Las mujeres de las FARC parten de una situación precaria. Menos educadas que los hombres, ingresaron a la guerrilla casi niñas, no siempre voluntariamente. Provienen de un entorno atrasado y machista. Su formación política es débil y en la ilegalidad estuvieron militar, personal y sexualmente subordinadas a los hombres. Su vida ha sido obedecerle sin chistar a unos comandantes. “Ahora cumplen órdenes no para la guerra, sino para la paz” anota cándidamente un reportero que las visitó en La Habana.

Los comandantes mandones y sus juegos de poder, con rivalidades, estrategias y alianzas masculinas, no se esfumarán en el posconflicto. Aún con subcomisión de género, discurso igualitario, “conciencia revolucionaria antipatriarcal” y tareas domésticas compartidas, las farianas seguirán relegadas. Sus problemas están siendo silenciados, por ellas mismas. El aborto forzado se desvanece: según Wendy Arango, delegataria en Cuba, en los campamentos, donde “se respira una humanidad tan grande”, se daban embarazos gratificantes cuya interrupción decidían las mujeres. Victoria Sandino la respalda y niega la violencia sexual en la guerrilla. Debutan mal las feministas farianas, con la misma actitud que acabó con las bolcheviques: supeditar su realidad a unos objetivos colectivos superiores. Ingrid Betancourt recuerda cuando el mismísimo Mono Jojoy le dijo con voz entrecortada que “me acaban de dar la orden de abortar el bebé de la Boyacá”, su socia. Por la paz, habrá quienes en el establecimiento descalifiquen esta versión para acoger como verdad históricamente correcta que la coerción para interrumpir embarazos fue un invento: eran sus cuerpos, ellas decidían.

Con silencio cómplice sobre abortos forzados, una realidad escueta y verificable, mejor ni hablar de cuestiones confusas y difusas como dificultades para emparejarse, evitar el campo machista, estigmatización sexual o hacer política subordinadas a la organización y a los hombres, algo que ya se percibe en la propaganda que tapa abusos masculinos a costa de los derechos de las mujeres. Las guerrilleras reinsertadas necesitarán más que tverdaia o dotes de Zemliachka. Deberán reconocer que fueron violentadas en las FARC. Ingrid Betancourt advierte que, para la víctima, “lo peor después de haber sufrido lo sufrido, es la negación de los hechos… el restablecimiento de la verdad es lo que la dispone a la reconciliación porque le devuelve las dos cosas que le fueron arrebatadas: su voz y su identidad”.

Con mentiras, evasivas y desinformación no puede haber igualdad: este principio de transparencia, que no aplicaron las bolcheviques, y desconocen las farianas, también lo olvidan algunas militantes doctrinarias. A diferencia de feminazi, total sinsentido, femibolche o femimamerta sí describe algo que existe, en La Habana y por ahí, en algunos frentes.

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