¿Fin de la socialdemocracia?

Santiago Montenegro
02 de octubre de 2016 - 08:08 p. m.

Un fantasma recorre Europa y buena parte del mundo occidental.

Es la crisis de los partidos socialdemócratas y, en general, del modelo de la socialdemocracia. En Grecia, el Pasok ha perdido el 80 por ciento de sus militantes; en Inglaterra, el Partido Laborista ha renunciado a retornar al 10 Downing Street, quizá durante décadas, al reelegir como líder a Jeremy Corbyn, de la extrema izquierda; en Alemania el SPD en los últimos años no ha podido pasar de ser un apéndice de los gobiernos de la Democracia Cristiana; en Francia, el gobierno de Hollande tiene la aprobación más baja de la Quinta República; en España acaba de caer el secretario general del PSOE.

Para algunos, los problemas de la socialdemocracia hacen parte de la crisis general de los partidos tradicionales que se inició con la recesión económica desde 2008. El bajo o nulo crecimiento económico, el creciente desempleo, la inmigración, el desplazamiento masivo y el incremento de la desigualdad han desacreditado a todos los partidos que han estado en el gobierno y ha propiciado el surgimiento de movimientos populistas y nacionalistas, sean de derecha o de izquierda.

Así, los partidos socialdemócratas estarían pagando su cuota por haberse incorporado al llamado establecimiento y haberse convertido en parte constitutiva de las élites tradicionales. Pero, me temo, la crisis de la socialdemocracia se manifestaba ya desde hace unas dos décadas y es también muy paradójica.

Porque es una crisis, no de su fracaso, sino la consecuencia de haber plasmado exitosamente su programa histórico en muchos países europeos: el llamado Estado del Bienestar. Con diferencias y matices, en las cuatro décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, la agenda socialdemócrata europea logró coberturas universales en salud, pensiones, riesgos profesionales, educación pública gratuita, seguro de desempleo, protección a las personas con discapacidad, entre otros logros, en el período de mayor crecimiento, prosperidad y expansión del bienestar de la historia de ese continente. Para lograrlo, la socialdemocracia logró una gran pacto social entre capital y trabajo y convirtió al Estado en el gran administrador de la economía de mercado, eso sí, con altísimos impuestos y gasto público que aún alcanza más del 40 % del PIB.

Al lograr sus grandes objetivos históricos, la socialdemocracia se quedó sin programa. Entre tanto, las coordenadas del mundo sobre el cual alcanzó estos objetivos cambiaron drásticamente sin que fuese capaz de reinventarse. La transición demográfica y la jubilación de los baby boomers, el surgimiento de las tecnologías de la información y la consecuente reducción de los costos de transacción, el surgimiento de la redes sociales y la pérdida de influencia de la televisión y los medios de comunicación impresos, la globalización del comercio, del capital y de la mano de obra calificada, la dicotomía entre gobiernos elegidos nacionalmente y un poder crecientemente mundial, entre otros factores, transformaron la economía, los valores y las expectativas de la gente. Los millennials, como los Hombres-Masa de Ortega y Gasset, no reconocen el esfuerzo de las generaciones que los precedieron, los que construyeron el Estado del Bienestar, y quizá los visualizan como dinosaurios que no entienden su mundo nuevo, sus esperanzas, sus angustias y sus inquietudes.

Es la crisis del éxito, la de haber logrado lo prometido en un mundo que ayudó a cambiar y que ya dejó de existir. Esa es la mayor de todas las crisis.

 

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