“Gente de bien”

Lisandro Duque Naranjo
12 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.

Hay una certeza ciudadana espontánea, instintiva, en el sentido de que la justicia colombiana puede inclinar, con rabulerías, el curso de investigaciones sobre casos altamente sensibles que llenan de susto a la sociedad.

El del crimen de la niña Yuliana Samboní es el más reciente de ellos, y ha causado movilizaciones simultáneas de indignados en cuatro puntos distantes y disímiles de Bogotá: la clínica Navarra, el edificio Equus 66, el búnker de la Fiscalía y el barrio Bosque Calderón, residencia de la víctima.

No se trata de las mismas personas, yendo de un lado a otro: son hombres y mujeres de distintos niveles sociales —estratos medianos a altos— exigiendo de forma perentoria que al depredador sexual, de estrato seis, no lo favorezcan las presiones de su familia ni las de su clase social —que por lo demás está dividida al respecto, algo es algo—, y de pronto termine beneficiado con una sanción blanda, tipo casa por cárcel, o con alguna inimputabilidad motivada en la trasescena de distracción que armaron sus dos hermanos, Francisco y Catalina Uribe.

Todo el mundo ha podido hacer de detective exitoso en este caso, de modo que nadie entiende que, desde el comienzo del mismo, se haya subvalorado la importancia del celador, testigo de excepción, quien al día siguiente amaneció “suicidado”. Y puede que sí, si se tiene en cuenta que, al no tratar de impedir, no obstante haberlo detectado por el circuito de televisión que el dueño del edificio entrara a su apartamento a una menor indefensa —todavía viva—, por supuesto incurrió en negligencia cómplice. Pero es que además no reportó el delincuencial episodio en su respectiva minuta. Típico miedo al patrón de parte de un empleado básico que pudo atormentarse después, al ver las consecuencias de su omisión, lo que lo convierte en el único decente de los implicados. Es una conjetura, pues también puede terminarse demostrando que las causas de su muerte son otras, en medio de las chambonadas punibles que esa familia ha cometido.

Los noticieros de televisión, y algunos de radio, con el mismo síndrome timorato del celador respecto a los miembros de la “high society”, no pronunciaron el nombre del asesino, ni publicaron su fotografía, hasta cuando estos ya menudeaban en las redes sociales. Les tocó. Aun así, todavía hablaban del “presunto asesino” cuando ya las pruebas eran abrumadoras. Y qué decir del médico de la Navarra, explicando los procedimientos clínicos a que estaban sometiendo al empericado de afán, como si le estuvieran haciendo una cirugía a una celebridad: “el paciente tiene comprometido el tórax, pero se encuentra estable”. Dilatar, dilatar…

En Paloquemao sólo fue expuesto a las cámaras el hermano del depredador, mientras que su hermana, a quien se atribuye haber aceitado el cadáver de la niña, para despistar, recibió el privilegio de una llegada secreta a los juzgados. Una consideración galante, producto tal vez de la proximidad amistosa entre el fiscal general y la familia Uribe Noguera. Y que no se tuvo en su momento cuando ese paseíllo lo cumplieron mujeres sindicadas de algo, por no ser consentidas del establecimiento. Ese trato diferencial, que igualmente podría conducir a un fallo benigno, es lo que husmean todas las personas que se han movilizado. Saben en qué país viven.

Ojalá esto no dé para largo, porque en las marrullas abogadiles de la “gente de bien”, los procedimientos correctos podrían embolatarse y este acto ominoso diluirse en una sucesión de coartadas tan macheteras como habilidosas.

Para evitar ese melancólico desenlace, podría empezarse por relevar al fiscal general de estar a la cabeza del asunto. Es que él es muy cercano a la banda Uribe Noguera. No de toda la vida, pero sí desde cuando emprendió un ascenso social en el que no reparó en compañías.

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