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La cárcel: un castigo para el cuerpo

Valentina Coccia
17 de junio de 2016 - 02:43 a. m.

Encierro, reclusión y aislamiento; pérdida de la libertad y reflexión. Esta es la pedagogía carcelaria, que utilizando como método el presidio del criminal, busca que reflexione sobre sus actos a través la pérdida del control sobre su tiempo, su espacio y su vida.

Hay horas para levantarse y para irse a dormir. Horas para comer y para asearse. Horas para tender la cama y para ordenar el espacio donde se vive. Se organizan actividades que promueven la oración, la meditación y el aprendizaje; y mediante la práctica de una vida austera y casi monástica, se espera que el convicto llegue a reformarse moralmente, a arrepentirse de sus actos, a planear su porvenir, y a integrarse, finalmente, a la sociedad que lo excluyó. En la cárcel, básicamente, se condena a los individuos a una cuarentena ética y moral.

Sin embargo, los hechos de los últimos meses en las cárceles de nuestro país pone en cuestión toda la parafernalia moral que adorna con creces el castigo de nuestros presos. La insalubridad, las condiciones antihigiénicas y de hacinamiento en las que los reclusos viven su cotidianidad, hacen de la vida del convicto un yugo insoportable de sufrimiento y de crueldad.

Como cuenta Michel Foucault en su famoso libro “Vigilar y Castigar”, a través de los siglos, el suplicio y la muerte fueron reemplazadas por el encarcelamiento, buscando mediante este método la reforma moral del presidiario. Sin embargo, Foucault sostiene que si bien la cárcel busca trasformar el alma, incide también fatalmente sobre el cuerpo. ¿Son acaso el encierro, la reclusión, la comida austera, el trabajo duro, la falta de aire, la rigidez de los vigilantes, el hacinamiento y las condiciones insalubres muy distintas al sufrimiento físico? Todas estas condiciones no son más que el suplicio y la muerte ingrata servidos en la cruel dosis de un cuentagotas.

Toda esta discusión me llevó e pensar en la película argentina del 2009 “El secreto de sus ojos”, protagonizada por Ricardo Darín y dirigida por Juan José Campanella, ganadora del Óscar a la mejor película extranjera en el año 2010. La película cuenta la historia del agente judicial Benjamín Espósito, que investiga el caso del asesinato y la violación de Liliana Colotto, joven esposa de Ricardo Morales, brutalmente violentada y asesinada por Isidoro Gómez, un viejo compañero de escuela, que herido por la mortal indiferencia de la víctima ante su amor, abusa de ella y le da término a su vida de forma inesperada y atroz. El caso queda irresuelto; el violador y asesino queda impune y el esposo de la víctima malherido, aún enamorado y con una tremenda sensación de injusticia.

Años después, Espósito tiene la oportunidad de visitar a Morales en la casa donde se retira. Morales nunca se ha vuelto a casar, y conserva como reliquia la memoria de Liliana en las fotos que adornan al mismo tiempo con júbilo y tristeza la solitaria casa del viudo enamorado. En esta ocasión, el exagente judicial descubre que Morales, debajo de su apariencia de indómito perdón, ha tenido encarcelado a Isidoro Gómez en su sótano durante 25 largos años, considerando que este castigo sería muchísimo más cruel que la venganza con arma blanca.

El encuentro entre Gómez y Espósito es más impactante incluso que la escena de la violación de Liliana. El silencio de la celda del recluso, que permanece oculto entre las sombras de los barrotes, ha amedrentado por años el cuerpo y la mente de Isidoro. Campanella ambienta el encuentro en la parcial oscuridad: la cara del presidiario apenas se vislumbra en el difuminado ambiente. Isidoro sale de la penumbra encorvado como un viejo animal enjaulado, resignado a la pérdida de su libertad. Sus pasos son lentos y morosos; y en su caminar, se arrastra como si llevara en sus manos y pies el resonar de viejas y oxidadas cadenas. Su respiración es fuerte y agonizante, y retumba en el silencio de la celda, como un respiro que pronto, muy pronto, estará condenado a extinguirse. Pero lo peor de todo, es que esa respiración casi muerta y entrecortada se extiende infinita en los avatares del tiempo. Morales, vergonzosamente descubierto, prolonga la agonía de su encarcelado a través de un mísero alimento, similar al de un cerdo que se revuelca en el lodo. Gómez, aferrándose resignado a lo barrotes, trata de acariciar la cara de Espósito, buscando algún signo de compasión. De su voz, casi extinta por tantos años de silencio, sale un susurro que busca desesperado la piedad: “Por favor… dígale que aunque sea me hable”. Después de esta súplica, Gómez vuelve a hundirse en la penumbra. Sorprendentemente, Espósito, que por años se ha apiadado de Morales, ahora siente conmiseración por el recluso.

Campanella, con esta escena, defiende la posición de que la reclusión bajo los barrotes es una pena muchísimo más sanguinaria y desalmada que la misma muerte. El director hace directa alusión al sufrimiento del cuerpo, que en la pálida, animalesca y encorvada figura de Isidoro, alimentado por su verdugo a cuentagotas, se expresa a través de una prolongada agonía. A Espósito, exagente judicial, que por años se ha visto atormentado por el caso irresuelto, le cae como un balde de agua fría la verdad sobre la justicia, la cadena perpetua y la reclusión. La película de Campanella, hace un llamado a la compasión por los reclusos, pues sobre ellos pesa una justicia muchas veces injusta, que los condena a una lenta pero segura agonía corporal y anímica, que poco tiene de transformadora e imparcial.

 

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