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La constelación David Bowie

Ignacio Zuleta Ll.
25 de enero de 2016 - 08:52 p. m.

El día 13 de enero del año que comienza, los astrónomos registraron un nuevo asterismo de siete estrellas en forma de relámpago.

David Bowie acababa de morir y en la carátula del álbum de Aladdin Sane del 1973, el rostro del cantante polifacético estaba cruzado por una centella rutilante. Los científicos Belgas hicieron el honor de bautizar esta constelación con el nombre del inglés andrógino, músico, ídolo y actor. Precedían sin sorpresa otros honores con la denominación de una araña rubia y rara llamada Heteropoda davidbowie.

Bowie era un caleidoscopio, o si se quiere en términos más clásicos, su amiga Debora Harris lo describe: “Su versatilidad fue uno de sus mayores puntos: era realmente un hombre y un artista del renacimiento”. Surcó la mitad del siglo 20 como un meteoro ambiguo, valiente, aterrizado para el mercadeo de su propia imagen, precursor de los videos musicales, y pasó al 21 como un gran artista, respetado por una enorme cantidad de seguidores en América y en el Reino Unido y por la crítica. Murió en su ley: unos días antes de fallecer de un cáncer que no anunció a los medios y que soportó más de un año, había lanzado su disco cuasi póstumo Blackstar, en el que hablaba ya desde ultratumba, en letras que gritan, por ejemplo: “Mírame, aquí arriba, estoy en el cielo”, como lo reseñó Juan Carlos Garay en Semana anotando: “Parecería divertirle la idea de ser escuchado post mortem”. Igualmente había producido el video “Lazarus”, lleno de elementos necrológicos.

Una de mis falencias es no haber sido rockero, pero mi admiración intuitiva por David Robert Jones, Bowie, Ziggy Stardust, y sus encarnaciones alienígenas de los primeros años, ha sido permanente. Una generación adelante de la nuestra, Bowie era un rompehielos cultural, un insolente, un envidiable libertario. Tuvo sus años duros de cocaína brava en los que sus posturas fascistas le crearon animadversiones temporales, pero luego, ya pasada la crisis del rayón, corrigió sus sentencias, mucho más acorde con el camino amplio que les abrió a los músicos que venían detrás, y empezó a hablar de antifascismo y antirracismo muy en serio. La admiración me llevó el año pasado a una exposición gigantesca en La Villete en París. Quería saber más del personaje. Allí, con un despliegue digno del pabellón de la Philarmonie, estaban los cuadernos del autor, cientos de sus vestidos, su extraordinaria tabla periódica de la música, las canciones, la extravagancia. Porque era excéntrico como sólo un inglés puede ser excéntrico. Concluí que estaba frente a un grande, no solo engrandecido por los medios, sino digno por sí mismo de figurar en el Rock and Roll Hall of Fame sin pudores pues su talento como artista ha sido refrendado por lo que dicen sus cercanos: humoroso, respetuoso, inteligente, profesional, pedagogo y, sorpresa, con un ego tenido de las riendas que, con excepción de los accesos temperamentales inevitables de un artista de su sensibilidad, no se salía de madre.

Por último, aunque no a todos los críticos les gustaba su estilo de actuación, le recomiendo a los jóvenes una película memorable en la que Bowie y Catherine Deneuve personifican a dos vampiros chic, cool y refinados que le hacen cacería a una apetitosa Susan Sarandon. Se llama “The Hunger”. La música es preciosa y la película le permite a Bowie una actuación de lujo. El hombre era un cometa fulgurante.

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