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La culpa es del desierto

Cristo García Tapia
07 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

“La desertificación es la degradación de suelos por actividades climáticas o antrópicas, que se manifiestan con procesos de erosión hídrica y eólica, salinización y compactación de suelos de tal manera que deja los suelos improductivos y difíciles para que puedan recuperarse. Lo anterior genera una gran amenaza sobre la seguridad alimentaria de las comunidades Wayúu.

El manejo sostenible de los suelos es imperativo ante un panorama guajiro donde cada vez más se registra una menor oferta de agua. Las amenazas de las sequías prolongadas y efectos adversos del fenómeno del Niño y cambio climático están acelerando la intensidad de la desertificación”.

La expuesta por Amylkar Acosta Medina, guajiro, de Mongui, Director ejecutivo de la Federación Nacional de Departamentos, antes senador y presidente del Congreso de la República, ministro de Minas y Energía, es la justificación que no cabe para que su gente, su raza, sus guajiros Wayuu, se sigan muriendo de hambre.

Desde el vientre wayuu, kankuamo, arsario, yuppa, vienen los indígenas guajiros predestinados por el hambre para ser bocado de la muerte

Cuando mucho, apenas si arriban a la decena de años las niñas y niños del desierto y las rancherías y de los pequeños conglomerados urbanos que, a modo de guetos, pueblan en Riohacha, Maicao, Valledupar y los pueblos mineros del gas y el carbón que en su territorio ancestral se localizan.

El tratado sobre cambio climático, manejo sostenible de los suelos, desertización de La Guajira, fenómeno del Niño, con el cual el Acosta Medina cree hacer valioso aporte para evitar la muerte prematura por hambre de sus congéneres wayuu, no demerita en nada a los más sesudos presentados recientemente en Paris.

Pero igual, o en mayor proporción que aquellos, no aporta nada para la solución inmediata, instantánea, de la tragedia del hambre que está diezmando a su gente.

De las implicaciones que tiene la desnutrición para el desarrollo cerebral de los infantes, alijunas o wayuu, sabemos, igual que de la inequidad y desigualdad imperantes en Colombia, lo mismo de las estadísticas sobre una y otra.

Más doloroso y chocante sí es saber que, día tras día siguen muriendo de hambre indígenas, niños y adolescentes, en La Guajira; que las medidas cautelares decretadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, no han pasado de ser una acción inocua que al Estado le ha importado nada.

Que 4700 niños muertos en “los últimos ocho años”, elección y reelección, no son peste ni hambruna, y menos razón para decretar calamidad pública cuando se trata de indígenas wayuu, colombianos de quinta si es que aplican para el Sisben.

Ahora solo falta que la desnutrición y muerte aquellos colombianos de las opimas tierras del carbón, el gas y la sal, se le achaque a Venezuela por cerrar las fronteras con Colombia con la puntual y trágica finalidad de matarlos por hambre.

Entre tanto, y mientras se debate la desertización, el cambio climático, “la gobernabilidad perdida en La Guajira”, los alimentos cautelados no llegan; el abastecimiento oportuno y cautelado de agua potable no llega; la efectiva, permanente, eficiente y cautelada cobertura en salud, no llega.

Y todo así, para que se sigan muriendo los wayuu.

Sí, para que se sigan muriendo de hambre hasta que no quede ningún vestigio de ellos.

Ni del río Ranchería.

Ni del desierto ancestral con su cardonales, tunas y dividivis, conejos, chivos y cardenales; su desierto amado convertido en largo, profundo, oscuro socavón; en sepultura colectiva en la que reposaran sus frágiles huesos, sus magras, desnutridas y cetrinas carnes de desamparados y despojados de todo.

De la vida, que era lo único que creían tener, y se la mataron de hambre.

Poeta
@CristoGarciaTap
elversionista@yahoo.es
 

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