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La doxa punitiva

Piedad Bonnett
03 de abril de 2016 - 02:26 a. m.

“La solución no es crear más cárceles, sino tener menos presos”. Así se pronunció, en relación con el atroz problema carcelario que vive Colombia, Deborah Schibler, delegada del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en entrevista hecha en 2015.

Estas palabras, aunque a primera vista parezcan utópicas, encierran una propuesta seria de ejecución a largo plazo, y replantean los términos, generalmente simplistas, en que se suele presentar el problema. Que, como sabemos, es de infame hacinamiento, pésimos servicios de salud, tratos crueles de la guardia, fallas graves en los servicios fundamentales, como el agua o la luz y un largo etcétera.

Loïc Wacquant, un sociólogo francés, ha mostrado en su libro Las cárceles de la miseria que el hecho de que desde la década de los 70 la población penitenciaria se haya cuadriplicado en muchas cárceles del mundo tiene mucho que ver con la imitación del modelo de seguridad norteamericano que incluye, entre otras cosas, la campaña de “Tolerancia cero” —uno de cuyos promotores fundamentales fue el alcalde de centro derecha de NY, Rudolph Giuliani—. Esta, que suena muy bien en la teoría, en la práctica es equivalente a lo que él llama “la nueva doxa punitiva” o la exacerbación de políticas de represión policial que asocian con delincuentes, prejuiciadamente, a personas de color y marginales.

Para Wacquant, hay una relación clara “entre el debilitamiento y retroceso del sector social del Estado y el despliegue de su brazo penal”. En otras palabras: en muchos países el Estado, en vez de combatir el delito con oportunidades de educación, recreación, trabajo para los jóvenes y un manejo amigable de la policía —una “policía de cercanías” en vez de una policía amenazante y abusiva— ha optado por meter a las cárceles a los raterillos, los poseedores de marihuana, las prostitutas, los deudores morosos, etc. La “guerra contra la droga”, que tiene como base la prohibición en vez de la regulación, incide también enormemente. En países como este, donde la justicia es tan inoperante, hay en este momento, por ejemplo, 43.000 personas detenidas preventivamente, es decir, que no se les ha probado si son culpables de un delito. Sostener estas cárceles es imposible. Reducir el costo financiero implica mala comida, pésimos servicios de salud, cero educación y deporte, nula preparación para la reinserción social.

La resocialización debería ser un propósito de las cárceles, pero mientras no haya una revisión profunda de las políticas carcelarias y no se privilegien la prevención y penas alternativas —algo que no alcanzo a tocar aquí— esto está a años luz. Según el CICR, “para resocializar, las cárceles deberían ser de no más de 1.000 personas”. Y en Colombia hay algunas, como la Cárcel Judicial de Valledupar, donde el hacinamiento es del 400%. De momento, pues, hay simplemente que humanizar. “Afuera y adentro seguimos siendo humanos”, dice Deborah Schibler. Pero aquí nadie parece pensar lo mismo. Al perpetuar las condiciones inicuas de las cárceles el sistema está enviando el atroz mensaje de que los presos no importan, que son “desechos sociales”. Siendo que ellos son, en últimas y casi siempre, resultado de ese mismo sistema.

 

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