La marina americana y la poesía griega

Julio César Londoño
07 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

En una entrevista concedida en 1985, Estanislao Zuleta resumió sus opiniones sobre el tema que lo obsesionó

La educación fracasa, dijo, porque no está diseñada para la formación integral de la persona, sino para suplir las necesidades del sistema y para mantener una ilusión. Las necesidades son la formación de los empleados del sector de los servicios y de los obreros que manejarán las máquinas. La ilusión consiste en mantener viva la esperanza de movilidad social por medio del estudio. La tierna fábula del hombre que empezó desde abajo…

El Estado gasta en educación para mantener la ilusión de una hipotética movilidad, pero si miramos índices de cobertura y deserción, para no hablar de la movilidad, en la gran mayoría de países la cosa funciona muy mal.

Como si fuera poco, en el proceso de la enseñanza no hay mística ni amor. El entusiasmo de alumnos y profesores es raquítico, conyugal, porque lo último que se consulta es la vocación (la palabra ya es rara). En la elección de los programas de estudio prima su popularidad (medicina, comunicación, diplomacia, sistemas, administración, diseño) y apenas se consultan la aptitud y la vocación. Como resultado, el estudiante memoriza la información que recibe y la vomita en cuanto puede, como hace el organismo con cualquier cuerpo extraño.

Sin pasión, el estudiante nunca hace suyo el conocimiento: “Se puede obligar a la gente a marchar, no a bailar, amar o pensar”, dice Zuleta. Para enseñar álgebra, por ejemplo, es indispensable que al profesor le encanten los números y los conozca hasta el punto de entender, y luego explicar, que el matemático y el detective operan de la misma manera: averiguan lo desconocido a partir de datos conocidos.

La educación es vertical: va del maestro (la fuente) al estudiante (el recipiente). Hay un desprecio absoluto por los saberes y sentimientos del alumno. Se olvida que él conoce poemas, películas, canciones, costumbres, quehaceres, pecados, palabras, ciudades, y zonas de la ciudad que el profesor desconoce.

Pero lo más grave es que la escuela no estimula el pensamiento. Lo castiga. Decenios después del “cambio” del paradigma de la memorización por logros, competencias y estándares, la escuela sigue siendo un mecanismo de repetición que gira en torno al principio de autoridad.

A Zuleta le preocupaba que la tecnología avanzara más rápido que las instituciones y que se la considere símbolo inequívoco de progreso y humanidad. “La marina americana es superior a la marina de la antigua Grecia. Pero sus instituciones y su poesía no son comparables”.

Todo niño nace investigador, decía Freud. Está lleno de asombro, juegos, preguntas y curiosidad. En dos o tres años, la escuela mata todo esto.

Censura Zuleta las “torres de marfil” de los científicos puros, desconectados de la realidad social. La mansedumbre con que se prestan al ajedrez de los industriales y los políticos. Su levísimo peso en el diseño de las políticas públicas.

Reconoce que él no tiene autoridad para hablar de educación porque solo resistió hasta noveno grado y matriculó a sus hijos en escuelas tradicionales. Acepta que sus ideas no son originales. Con todo, sus reflexiones estimulan el debate y tiran puentes nuevos entre viejas ideas, por su erudición y sensibilidad, y por la claridad y la poesía de sus exposiciones. Sabía que la enseñanza debe ser una construcción colectiva de estudiantes, profesores y padres de familia, donde resulta clave que el estudiante pueda jugar y pensar bajo la tutela de un profesor preciso y seductor, como él. (Fuente: “Educación y democracia”, Planeta, 2016)

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