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La muerte de Cervantes: 23.4.1616

Ricardo Bada
15 de abril de 2016 - 04:01 a. m.

Don Miguel de Cervantes y Saavedra, príncipe de los ingenios españoles, murió en Madrid, España, el 23 de abril de 1616, dizque el mismo día que moría en Stratford-upon-Avon, Inglaterra, un ciudadano británico llamado William Shakespeare.

En realidad, como se sabe, no murieron el mismo día sino tan sólo en la misma fecha, pero de dos distintos calendarios. Según el nuestro, Shakespeare murió el 3 de mayo, pero siempre nos ha gustado pasar por alto las evidencias cronológicas y mecernos en esa inefable sensación de hondísima poesía que traspasa el hecho de pensar: los dos volcanes se apagaron al unísono.

Es como un golpe de timbal de la Providencia, como un grito del Destino, como si se nos quisiera decir que el mundo se empobrece con semejantes muertes; si bien no debemos olvidar el poderoso contraargumento de Víctor Hugo en su discurso durante el entierro de Balzac: “Tumbas como esta”, dijo, “son la mejor prueba de la inmortalidad”.

Y me gustaría redondear este anticipatorio de la efeméride con unas palabras que le dedicó a Cervantes aquel gran ingenio catalán que se llamó Eugenio d’Ors. Don Eugenio escribió un libro titulado El valle de Josafat, de los más hermosos y al mismo tiempo más amenos pergeñados en lengua castellana. Se trata de una colección de estampas de gente famosa, de almas que, como quiere la leyenda, esperan el Juicio Final en el valle de Josafat. Entre ellos, Cervantes. Y en su estampa, la más amplia del libro (pues ocupa cinco páginas, mientras que al resto se lo despacha con media página, o sólo un par de líneas), dice D’Ors de nuestro don Miguel:

“La primera impresión ingenua sobre Cervantes es la de que es un escritor que no lleva prisa. Hay en él una ufanía y al mismo tiempo una lentitud de marcha que desconciertan y secretamente impacientan al lector moderno. Cuando yo era niño y no conocía más clásico que Cervantes, me imaginaba que todos los clásicos de la literatura eran, como él, amplios y lentos. [...] Cervantes es el hombre que guarda mucho tiempo, demasiado tiempo, un secreto que puede favorecerle. El secreto de la melancolía íntima y de la filosofía personal de Cervantes no se revela hasta la última parte del Quijote. A lo largo de la obra, el autor ha dejado que le tuviéramos por alma cruel y sin ternura; cuando ya vamos a terminar, lo piensa mejor y deja que su piedad trascienda claramente. [...] No parece sino que en un momento dado el Caballero de la Triste Figura se hubiese aparecido al autor, en la oscuridad de la celda carcelaria, y le hubiese dicho con voz de profundo dolor: ‘Cervantes, Cervantes, ¿por qué me persigues?’”.

 

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