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La parábola del cura Hoyos y de la gente divinamente

Tatiana Acevedo Guerrero
12 de marzo de 2016 - 05:12 a. m.

En 1986 el Banco Mundial le prestó 19 millones de dólares a Barranquilla para que organizara el acueducto, que se encontraba en la quiebra, y extendiera redes de agua al sur de la ciudad.

Este sur crecía. Crecía también el precio del agua para las familias con menos plata que se acomodaban en San Roque, Rebolo, La Luz, La Chinita. Carro tanques les vendían un agua menos limpia y más costosa que la que salía por las llaves al norte. Más y más vecinos se organizaron al sur. Mientras tanto las directivas de la empresa, de la ciudad, de los entes reguladores y del país malgastaron la plata del agua, el saneamiento y el drenaje. Para 1990 el balance era negativo. La empresa no tenía aún contabilidad. Su junta directiva no conocía ni los saldos bancarios y se vivía en perpetuo paga diario: de sobregiros a los bancos de la ciudad para cubrir nóminas y pagos. Bancos y acreedores embargaban cada tanto las cuentas de la empresa. El acueducto gastó parte de los fondos del Banco Mundial en químicos. La fuente, el Magdalena, estaba demasiado contaminada y mensualmente se gastaban alrededor de 100 millones de pesos en químicos. Constantemente la junta cambiaba de proveedores y empresas de químicos de la región fiaban para después cobrar mejor.

Pasaron los años y el sur siguió sin agua, inundado en excrementos, atravesado por arroyos. De vez en cuando se registraban en prensa local brotes de cólera, de enfermedades de la piel. Fue entonces cuando, ante el fracaso del proyecto del Banco (y sin más plata que perder), empezaron a buscar responsables. Los gremios culparon a los políticos. Pero la afirmación era resbaladiza. Primero, porque empresarios y políticos eran un tejido de primos y romances. Las familias Gerlein y Name controlaban cuotas burocráticas y otras familias, como las de Fuad Char y Efraín Cepeda, comenzaban a ganar elecciones. Así, los gremios no sólo tenían el control de la empresa, sino que sus actividades contribuyeron a su quiebra: industrias y comercios eran famosos por no pagar ni sus grandes facturas de agua ni sus impuestos prediales. Y el vertimiento de residuos industriales sin restricciones en el Magdalena hizo que se gastara más y más en químicos (la Cervecería Águila y la multinacional Dupont, las más desaforadas contaminadoras).

La correa de transmisión era, por supuesto, nacional. Los alcaldes que entonces nombraron gerentes de las empresas y vieron desaparecer el préstamo habían sido elegidos desde Bogotá por los presidentes Betancur y Barco, y el Departamento de Planeación Nacional, que debía estar pendiente del buen manejo de los recursos, estuvo dirigido por economistas de prestigio (María Mercedes Cuéllar, Luis Bernardo Flórez, Armando Montenegro). Los miles de habitantes del sur pasaron una década sin agua, ni aseo, ni baños. El préstamo perdido lo pagó el Gobierno central. Por aquel entonces Bernardo “el cura” Hoyos hacía política con chispas de la teología de liberación, en los barrios sin agua. Amasó un movimiento político y su primera administración extendió (¡por fin!) alcantarillas y tubos al sur. En su segunda administración, sin embargo, Hoyos protagonizó su propio episodio de corrupción por irregularidades en la celebración de un contrato, fue puesto preso y quedó inhabilitado para la vida pública.

Hoy, 30 años después del proyecto del Banco Mundial, muchas familias abrazan el sur, en nuevos barrios de Malambo, y no tienen todavía agua constante. Otras familias (Name, Cepeda, Gerlein y Char) siguen en capacidad de decidir y generar ganancias. Ni la cervecería ni Dupont son recordadas por su participación en el desfalco. Mucho menos los entendidos bogotanos, ni los miembros de las juntas. Solamente Hoyos es recordado como corrupto en esta historia.

 

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