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La salud y el poder

Saúl Franco
16 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

La crisis convulsiva que sufrió el vicepresidente de la república hace 15 días, pone nuevamente sobre el tapete el tema de la compleja relación entre la salud y el poder.

La historia es larga y se relaciona no sólo con el poder político sino también con los demás poderes, en especial el religioso y el económico. La relación se hace visible y produce mayores impactos a través de las enfermedades, físicas o mentales. Con frecuencia los imaginarios sociales al respecto chocan con la realidad. A su vez, los intereses del poder convierten en ocasiones acontecimientos normales de salud de los gobernantes en misteriosos secretos de Estado.

La enfermedad no respeta a los poderosos y gobernantes. Algunos de ellos inclusive han tenido que aceptar perder el poder, contra su voluntad, como consecuencia de enfermedades graves. Los casos recientes de Fidel Castro en Cuba y Hugo Chávez en Venezuela lo demuestran. En otros casos, como el del entonces papa y ahora santo Juan Pablo Segundo, un apego excesivo al poder o los intereses detrás del trono, le impidieron aceptar las graves limitaciones que le produjo la enfermedad de Parkinson y lo expusieron a situaciones vergonzosas. Con frecuencia también la pérdida del poder desencadena enfermedades graves. Es el caso de Reza Pahlavi, más conocido como el Shah de Irán, quien después de reinar como un tirano saludable y opulento durante 12 años, murió en el exilio, de un linfoma, sólo 18 meses después de haber tenido que dejar el poder. Como humanos que son, los poderosos también se enferman.

En el imaginario colectivo la salud es una especie de precondición para acceder y ejercer el poder. La enfermedad adquiere entonces el carácter de un estigma y deviene en riesgosa arma política. Un candidato a quien se le diagnostica alguna enfermedad de relativa importancia, cae generalmente en popularidad y en la intención de voto. Por la misma razón los candidatos a posiciones de poder en cualquiera de sus formas, tratan de mantener y demostrar plena salud e inclusive de ocultar aun enfermedades menores. Y por lo mismo la salud de los poderosos se convierte con frecuencia en un tema tabú o, como se dijo, en un secreto de Estado.

La enfermedad es también utilizada en ocasiones por los poderosos como argumento para tratar de evadir responsabilidades o reducir penas por delitos cometidos. En los recientes escándalos de corrupción en la contratación pública o de quiebra de instituciones financieras en nuestro país, varios implicados han tratado de recurrir a este expediente. Y hay que señalar también que, en muchos casos, el poder enferma o agudiza enfermedades latentes. Lo hace cuando se convierte en adicción, cuando lleva a perder el sentido de la realidad y de las proporciones de las cosas, o cuando la vida pierde sentido si no se está ejerciendo el poder. Tenemos ejemplos vivos.

Lo correcto no es tapar, ni hacer sensacionalismo o jugar indebidamente con el arma de la salud de los gobernantes o candidatos a serlo. Tampoco hay que desconocer que hay problemas de salud física o mental que hacen difícil o inclusive imposible gobernar. Como ciudadanos tenemos derecho a saber si quienes nos dirigen están en pleno ejercicio de las funciones necesarias para hacerlo. Y debemos discernir entre las alteraciones de salud compatibles con el ejercicio del poder (aquí cabría al parecer el episodio del vicepresidente-precandidato) y las que no lo son. Hay ejemplos recientes de manejo responsable y digno de problemas serios de salud de gobernantes bien sea en ejercicio, como el cáncer de próstata del presidente Santos hace tres años; en campaña, como el linfoma de la entonces candidata Dilma Russeff en Brasil en 2009-2010; o del ex presidente Lula da Silva en 2011.Los medios de comunicación, otro enorme poder en la actualidad, deberían cumplir un papel ejemplar e inteligente al respecto.
 

Médico social.

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