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La voz del pueblo no es infablible

Juan Manuel Ospina
07 de julio de 2016 - 03:04 a. m.

Está de moda, aquí y en el mundo, escuchar o pretender escuchar la voz del pueblo soberano, sin intermediarios, como resultado del agotamiento y el descreimiento ciudadano en la democracia representativa tradicional.

En el papel esa democracia directa se ve  impecable, como la más elaborada expresión del sueño de Abraham Lincoln - del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo -. Pero algo parece estar fallándole cuando esa voz popular acaba por hacerle  el juego a intereses que riñen con el interés general. 

¿Qué falla? De entrada es claro que el pueblo también se equivoca o para ser  más preciso, lo hacen equivocar en sus posturas y decisiones. Y ello porque  por lo general  la gente fija su posición con una fuerte carga de  emocionalidad  fácilmente  maleable por la fuerza de un  buen comunicador y demagogo – Trump,  Mussolini, Boris Johnson, Álvaro Uribe, Chávez… -, que tenga  la capacidad para manejar/manipular sentimientos primarios, al  aprovechar  y alimentar  el  sentimiento de  inseguridad e indefensión que se ha apoderado del mundo. Con  su discurso inflamado llevan a la gente a tomar decisiones colectivas movidas por el corazón y no por el cerebro, por la emoción y no por la razón. Una causa principal de esa situación es la globalización descontrolada que vive el mundo, Colombia incluida, destructora de las seguridades que da sentirse “entre los suyos”,  a la sombra de un  Estado propio y protector y operando en el seno de  una economía que tiene dueños conocidos y centrada  en el país.

Se ha olvidado que la participación ciudadana necesita  información y discusiones serias y no un aluvión de consignas  irreales cuando no francamente mentirosas. Eso se ve por ejemplo en la distorsión que entre nosotros tienen  instrumentos tan valiosos por democráticos como es la consulta previa con las comunidades indígenas y negras y las consultas populares a la ciudadanía en general, en municipios y departamentos, que no cumplen las condiciones mínimas para  que las personas tomen una decisión libre e informada, como lo exige la naturaleza y sentido de esos procesos democráticos. En el país de la democracia directa Suiza los temas de consulta son concretos y locales, que no requieren gran elaboración o análisis: si los perros pueden salir a la calle sin collar, si se deben cortar unos árboles… Los temas que acá consultamos, por el contrario son de alta política y sin la necesaria información, viciando el sentido de los resultados.

En el caso inglés la situación es clara, patética e edificante: un primer ministro que antepuso su interés político a la suerte de 26 países y unos políticos que no ahorraron  mentiras y exageraciones para presionar la salida de la Unión,  y que, como en un mal chiste,  resultaron sin agenda para “el día después”. Hoy muchos de los electores, en un país cuyos  medios y sistema político  son supuestamente modelo mundial, se sienten engañados y confiesan que votaron por salir sin un argumento serio, solamente con un sentimiento superficial, alimentado con la ilusión de “amaneceres radiantes”. No era una decisión anodina sino de fondo y compleja.

No se puede dejar de comparar esa situación con la de una  Colombia próxima a ser innecesariamente consultada sobre su apoyo al proceso de paz, en medio de argumentos de las dos partes marcados por la emocionalidad y la falta de razones sólidas  que le permitan al ciudadano de a pie entender realmente lo que está sucediendo y lo que le están preguntando. Preocupa que tengamos un desenlace a la inglesa y quede el tema de los acuerdos en el limbo y el pueblo votante desconcertado si el resultado no dejara más alternativas que continuar en una guerra en la que ya nadie cree.

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