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Las agazapadas de Ecopetrol

Tatiana Acevedo Guerrero
24 de abril de 2016 - 02:33 a. m.

Cosechó las antipatías de la semana el presidente de Ecopetrol. Doctor en economía, decano, ministro y hoy dirigente de la compañía, Juan Carlos Echeverry se burló cuando un ingeniero de la Universidad Industrial de Santander, UIS, le llevó la contraria.

Hastiado, añoró un debate de más altura, con interlocutores de mejores pedigríes. Las imágenes del alto funcionario, hablando en nombre de la Empresa Colombiana de Petróleos, me resultaron algo paradójicas. Contrarias a todos los significados que para muchos tiene la estatal petrolera.

Ecopetrol empezó en la gran refinería de Barrancabermeja, donde las iguanas se han paseado siempre con sus cotos flojos. Una historia ilustrada del petróleo, publicada en la página web de la biblioteca Luis Ángel Arango, nos cuenta que el caserío de la Tora era hogar del pueblo Yariguí hasta que fue arrasado y nombrado Barrancas bermeja por los colonizadores. Cronistas describieron el crudo como “una fuente de betún”, como “un pozo y que hierve y corre fuera de la tierra”, como “un licor negro y de olor de pez”. Su explotación fue regulada por Rafael Reyes, quien le otorgó una concesión al ahijado Roberto de Mares.

La concesión fue de Mares hasta que, en una negociación asimétrica con los Estados Unidos, se le cedió a la Tropical Oil Company, Troco. A través de los veinte y los treinta se acumularon, huelga tras huelga, los pliegos de peticiones de la Unión Sindical Obrera, USO: aumentos de salarios, mejoras en los campamentos, servicios médicos, menos represión, cercanía de las familias. En el 48, mientras arreciaba la huelga contra la Troco, fue creada la Universidad Industrial de Santander (con los programas de ingeniería mecánica, eléctrica y química). La empresa se nacionalizó en agosto de 1951 y en 1954 se crearon las carreras de ingeniería metalúrgica e ingeniería de petróleos. En los anillos que rodean a la UIS, llenos de casas con patio, se fueron acomodando miles de estudiantes de los Santanderes y el Caribe que pasaban un examen de admisión y pagaban matrícula según la declaración de renta.

Mi papá entró a ingeniería química en 1976, calificó para acceder a los comedores universitarios y a los servicios médicos. Entró desde los 22 a la refinería en Barranca. Varios de mis tíos entraron antes o después a la misma refinería. Fue entonces cuando fui beneficiaria de una tremenda subversión: pues hijos, hijas por montón, sin importar edades, gustos o historias familiares, empezamos a recibir el noventa por ciento de las matrículas. Los mejores colegios, las mejores universidades. En una sociedad en la que la movilidad era tan apretada como el aire del medio día, decenas de adolescentes empacaron sus infancias en Barranca (en Tibú, en La Gabarra, o Sabana de Torres), para salir a conocer las capitales.

El programa fue, por supuesto, imperfecto. No sólo porque había jerarquías al interior de la empresa sino (y principalmente) porque los triunfos de la USO en materia de derechos educativos no beneficiaron a todos los otros trabajadores estatales del país. Hoy las condiciones de trabajo son otras y la efervescencia sindical de Barranca fue asfixiada en la arremetida paramilitar de los noventa. Sin embargo, si se mira para atrás, el plan educacional de Ecopetrol fue un interesante sacudón. Una revuelta desordenada, una burla al orden nacional, una trasgresión de las normas de etiqueta y academia. En el colegio éramos varias: sin los bluyines de moda pero altaneras, igualadas, con nuestras familias levantadas y nuestras matriculas aseguradas.

 

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