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Las sectas

Melba Escobar
22 de septiembre de 2016 - 02:00 a. m.

Aunque no crea en los nacionalismos, o más bien crea en el daño que pueden causar, me cuesta no pensar en Colombia como un país con una serie de tics, de manías, de sesgos, de rasgos particulares tan específicos que cuesta no caer en generalizaciones.

Dice mi hermana que vive hace 25 años en Suiza, que al subirse a un avión en Madrid para venir a Bogotá, casi podía adivinar la profesión, la ciudad, y en el caso de Bogotá, la localidad y el barrio en donde vivían algunos pasajeros solo con escucharlos hablar, con ver su lenguaje corporal, su atuendo. Me reí, pensé que era cierto y luego sentí un poco de tristeza. Pensé que yo misma, muy seguramente, respondo a una tipología determinada, específica, tan cerrada y predecible como los círculos entre los que orbita cada una de nuestras castas o sectas, estrechas y predeterminadas hasta el aburrimiento. 

Un cierto modo de dirigirse a los demás, de usar la ropa, de referirse a las cosas, incluso de opinar, de hablar de moral y defender a la familia convencional como si fuese una especie natural en vías de extinción a la que hay que proteger de unos sujetos predadores, o hablar de impunidad y castro-chavismo y tener problemas con el manejo de la ira hasta acabar insultando al Ejército al llamarlo “máquina de matar” cuando en principio se le defiende. Cosas así nos convierten en meros prototipos, estampitas sacadas en molde con hábitos y patrones producidos en serie y compartimentados en locaciones y ambientes concretos, locaciones para una telenovela, para una versión actualizada del Edificio Colombia, para seguir jugando al ñero, al indio, al gomelo, a la señora bien, al hampón, a la mamacita, al “usted no sabe quién soy yo”, al matón, y así. Prototipos. Figuritas hechas en masa con locaciones prefijadas, libretos preestablecidos y una suerte de destino acorde con el personaje y las acciones que lo caracterizan.

Lo confuso o misterioso es hasta qué punto el sentido de pertenencia a una clase, el abuso de las verdades absolutas hasta la violencia, todo parece haber adquirido un impenetrable sentido de realidad. Por eso, no sobra recordar que todo es un invento. Incluida la idea de familia que algunos parecen concebir como si fuese algo tan natural como un oso polar o un gorila de montaña. Son un invento nuestras convicciones absolutas, nuestro sectarismo, nuestros dogmas, nuestro sentido de pertenencia a un barrio, una calle, un trabajo, una institución, una pandilla.

Al final, las sectas, o castas, o pandillas o como quiera cada uno llamar a su circulillo, se alimentan de su contraposición con otra secta o pandilla o casta o lo que sea: la derecha contra la izquierda, el Sí contra el No, la oligarquía contra el proletariado, los conservadores contra los progresistas, los de Suba contra los de Usaquén, el Santafé contra Millonarios, Uber contra Tappsi, o lo que sea, siempre habrá forma de encontrar un opuesto, de aferrarse a la secta con garras y dientes y oponerse a ese otro con pasión visceral y descarnada, como eternos hinchas furibundos en un partido que nunca se acaba.

 

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