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Lo peor del periodismo son ciertos periodistas

Jorge Gómez Pinilla
09 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

Una vez le preguntaron a uno de los mejores periodistas del mundo, el catalán Enric González, qué era lo peor del periodismo.

Él dijo que los lectores, pensando no en el lector individual sino en esa gran masa amorfa que prefiere lo fácil, que los hagan reír y cosas de esas. Enric estuvo en Medellín en octubre pasado para la entrega de los Premios Gabriel García Márquez; ahí un periodista de Semana.com le preguntó si aún creía en el periodismo independiente, y respondió con una pregunta: “Sí. ¿Cree usted en el periodismo dependiente?” (Ver entrevista).

Es una distinción necesaria y clarificadora, porque esas son las dos clases de periodistas que hoy existen: los independientes y los dependientes. Se podría pensar que estos últimos no clasifican como periodistas, en consideración a que la norma básica del periodismo es la independencia, pero concedamos que no estamos en un planeta de ángeles y serafines.

Concedamos a su vez que los periodistas independientes son la inmensa minoría, mientras que a los periodistas dependientes se les puede dividir en dos clases: los que dependen de otros periodistas –por ejemplo los redactores que trabajan para los editores-, y los que dependen del medio donde trabajan pero gozan del privilegio de ser las estrellas del medio respectivo, y por eso a menudo se les confunde con personajes de farándula a la altura –si es que es altura- de los cantantes, los actores o las presentadoras ‘buenonas’ de los noticieros.

A los periodistas que trabajan para los editores se les conoce como ‘cargaladrillos’, y es por donde se comienza, del mismo modo que para llegar a Papa se empieza por sacristán. Lo triste en el caso que nos ocupa es que son legiones de reporteros que más parecen desempeñando el papel de mensajeros, pues van a donde el personaje que les entrega una declaración en forma de noticia, la cual llevan, redactan y entregan al medio que la publica, sin que en ese trayecto la información sea sometida a comprobación o haya recibido un tratamiento creativo que la destaque del montón. El ‘mensajero’ fue a la fuente, recibió y entregó. Para eso lo contrataron, y su duración en ese empleo dependerá de que no se salga de la norma ni le dé por cuestionar el esquema. Y aquí podría contar mi experiencia como reportero de El Tiempo, pero la reservo para otro día.

La tristeza es mayor cuando se descubre que hay periodistas que gracias a sus esfuerzos y a su talento lograron un merecido prestigio, pero una vez llegados al curubito olvidaron que una de las funciones del periodismo es la vigilancia de toda forma de poder (por eso lo llaman el cuarto poder), y prefirieron armar roscas de vacas sagradas desde las que sirven a los intereses políticos o económicos de los dueños de los medios que los llevaron al estrellato, mientras procuran silenciar o invisibilizar a los colegas que se atreven a disentir de sus artimañas en el manejo de la información.

En lo político se dan situaciones llamativas como las de Claudia Gurisatti y María Isabel Rueda, quienes pusieron sendos noticiero y columna de opinión a favor de una causa política de derecha, en el primer caso de la mano del uribismo y en el segundo como pregonera de una ideología identificada con el Partido Conservador que la hizo elegir representante a la Cámara en 1998. Está además el caso ya aberrante de Ernesto Yamhure, quien le reportaba sus columnas de El Espectador al máximo jefe de las AUC, Carlos Castaño, y este le ordenaba agregar o suprimir determinados apartes: “Le pido un favor, inserte un párrafo donde alerte a las AUC sobre la importancia del cumplimiento de su palabra ante la opinión pública…”

En lo económico abunda el número de periodistas cuya pluma tiene un precio, y es Daniel Coronell quien se encarga de recordarnos tres casos: uno –y dos- el de William Calderón (La Barca), quien le cobraba a la Registraduría Nacional por contenidos que aparecían en su columna de El Nuevo Siglo y en la de ‘Juan Paz’, nombre este de la columna de Jairo León García hasta que la editora general de El Mundo de Medellín, Irene Gaviria, decidió suprimirla al constatar que “daba cabida a rumores sin confirmar y servía a agendas distintas a las periodísticas”. El tercer caso es el de Gustavo Álvarez Gardeazábal, amigo de los dos anteriores, sacado de La Luciérnaga de Caracol según él por presiones del alto gobierno pero según su director, Gustavo Gómez, porque “uno puede trabajar con gente que no lo quiera a uno… siempre y cuando sean honestos y no se lucren con lo que dicen al aire”.

Es esta clase de supuestos periodistas (en realidad activistas políticos camuflados o mercachifles de la información) la que representa una vergüenza pública para una profesión que con el paso de los días se desdibuja más, a tal punto que hoy el primer diario del país es una de las tantísimas propiedades de un banquero, y el dueño del primer canal de televisión es un industrial de las gaseosas y el azúcar.

Esto no significa que debamos decir ‘apague y vámonos’, porque paralela a la mercantilización de los medios avanza la lucha de los periodistas que aún creen en la rectitud profesional y en la búsqueda implacable de la verdad, y solo en esta columna ya he mencionado tres, incluyendo a un catalán. Pero conviene desconfiar de los que le ponen precio a su conciencia, y también de quienes un día deciden lanzarse a la política y luego regresan al periodismo, como si existiera una puerta giratoria que les permite estar saliendo y entrando a su amaño.

DE REMATE: A pesar de las diferencias con la ex uribista Vicky Dávila, aprecio y admiro el trabajo que realizó en torno a la corrupción generalizada que se vive en la Policía Nacional y me solidarizo con la colega ante los intentos que se hicieron desde esa institución para espiar, intimidar y tratar de torpedear la publicación de la explosiva información que publicó La FM de RCN.

Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.blogspot.com.co/

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