Lobos solitarios

María Elvira Bonilla
15 de noviembre de 2015 - 09:00 p. m.

En París, un escenario de terror que entristece por lo que resalta de la condición humana, la identidad de los ocho atacantes invita a reflexionar.

Son jóvenes yihadistas nacidos en Europa quienes se inmolan luego de asesinar a sangre fría a gente indefensa, joven como ellos. Van con cinturones bomba para suicidarse y adquirir el carácter de mártires, merecedores de un cielo hedonista que les prometen las creencias islámicas.

Ya son 2.000 los jóvenes franceses que han viajado a Siria o Irak para integrarse a las filas del ejército del Estado Islámico. Al menos 200 de ellos, según las cifras de inmigración, habrían regresado a Francia, muchos de ellos convertidos en verdaderos lobos solitarios dispuestos a asesinar y a entregar su vida en cumplimiento del mandato del yihad, que significa esfuerzo para ser mejor musulmán y para defender el islam.

Para los más radicales, se trata de la defensa contra la amenaza de Occidente con sus valores materialistas y su desprecio por las otras culturas, concretamente, la musulmana. Más de 20.000 musulmanes europeos entre los 20 y 30 años habrían viajado en los últimos dos años a Siria e Irak para incorporarse a las filas del Estado Islámico. ¿Por qué lo hacen? Según el analista Víctor de Currea-Lugo, “porque ofrece una oportunidad de vida y una alternativa de realización. El problema de la crisis europea de soledad, de suicidios, de falta de norte y de paradigmas permite que el mundo musulmán radical ofrezca ese paradigma. Entonces les resulta muy interesante que, a diferencia de la promesa socialista de un paraíso en esta vida, la promesa del Estado Islámico es un paraíso después de muerto, por lo que les permite construir un discurso en el que todos estén dispuestos a morir por la causa”. Un vacío que les abre espacio al fundamentalismo y la radicalidad en las acciones. Sacrificar la vida tiene un sentido de trascendencia.

Son jóvenes hijos de la globalización que puso en crisis las identidades personales y comunitarias, situaciones que generan un sentimiento de vulnerabilidad e incertidumbre que le da valor y sentido al martirio que los enviste de la figura épica de quien ofrenda su vida para salvar al mundo, para dejar de rumiar desesperanza y no futuro, cual lobo solitario en cualquier esquina de una agresiva ciudad occidental.

Los kamikazes tienen una convicción alimentada por un odio visceral contra un Occidente que, además, no les ha dado salida a sus vidas y las de sus familias, inmigrantes despreciados en los países a donde han llegado. Esa no razón, ese no futuro, ese no reconocimiento de sus existencias y derechos, los lleva al límite de pretender lograr un sentido al morir matando. No va a ser fácil encontrar salidas razonables. Y vendrán más ataques y más tragedias que no se frenarán con la toma de calles por la Policía o el cierre de fronteras, sino con una sofisticada pero realista política exterior de cara al mundo árabe que permita dar cuenta de las profundas diferencias culturales e históricas que conforman el mosaico humano en el que estamos obligados a convivir, algo en lo que Europa y Estados Unidos han sido históricamente torpes.

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